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viernes, 26 de octubre de 2018

Fuego en la Sangre


Hay que haber caminado por el infierno para hablar del fuego.

Rosabel se levantó en medio de aquel basto terreno, en mitad de una desoladora nada. En la línea que divide la devastación del vergel.

Aún tenía sangre seca alrededor de sus heridas cerradas. Cicatrices que hablaban de terrores pasados, de cárceles oscuras como el infinito, de corazones hechos zarzales, de arenas movedizas camufladas bajo el camino. Heridas del paso del tiempo y las experiencias. Situaciones demoledoras.

Miraba para atrás recordando aquel infierno, en dónde la mentira siempre ganaba el juego con dados trucados. Las hogueras en las que fue quemada sin juicios, pero con demasiados jueces. Los restos del naufragio de sus alas muertas, putrefactas y olvidadas en una carretera que no llevaba a ninguna parte. De la soledad, como gota malaya que perfora el cráneo. De aquella falta de oxígeno con exceso de hollín que tapó el sol. Que casi le arranca la vida.

 "Hay cosas peores que la muerte" - Pensó mientras se levantaba del suelo.

Se sacudió los últimos restos de cenizas y desplegó sus alas incendiadas, como un fénix más conocido por su fortaleza que por su belleza.

Tenía fuego en la sangre. Podía hablar del Infierno y también del paraíso, pues había conocido ambos extremos.

Para unos, una bruja difícil de destruir. Para otros, una guerrera casi imbatible. Ambas sustentadas bajo la misma ilusión: siempre remontaba de las cenizas. Siempre encontraba la salida en el laberinto del Infierno.

Rosabel, sólo era simplemente ella misma. Ella sabía del fuego y pendía en llama. Todo lo demás era pasado o futuro y, por tanto, inútil.

lunes, 9 de julio de 2018

Una de esas mujeres


Ella es una de esas mujeres que es capaz de desnudarte el alma sin venderla como mercancía.

Lo supe nada más verla. Desde luego no era la más guapa del baile, pero la saqué a bailar. Y fue una de las mejores decisiones de mi vida, porque ella aceptó.
Es una de esas mujeres que es dueña de su vida, también de quien entra y sale de ella. Y a mí me dejó entrar. Pude ver su mundo.

Cómo explicarlo con palabras que aún no han sido inventadas. Ella estaba llena de defectos, de imperfección, de claros y oscuros, de manantiales y tormentas, de playas paradisíacas y tornados destructores... Era caos dentro de un orden.

Es una de esas mujeres jodidamente fuertes. No digo dura, qué también, digo fuerte. De las que es capaz de regalarte una sonrisa que ilumina tu mundo y un abrazo que reconstruye ruinas, aunque ella se haya roto y sea ceniza. Esa fortaleza que se admira y algunos envidian.

Es una de esas mujeres flexibles y camaleónicas, que puede ser puro rock y cuero, sensual sin piedad, loca sin remedio, irreverente. Puede hablar lo mismo con el campesino que con un rey, y a ambos los tratará a la par. Es de las que no se calla cuando se lo dicen, porque también es dueña de sus silencios y su voz. Medio dama medio vampira. Más compleja que la física cuántica y también sencilla como las cosas cotidianas.
Lloraba de noche los desmanes del día y cada cicatriz le recordaba que estaba viva, cada arruga un aprendizaje, cada herida una oportunidad.

Es una de esas mujeres que no te regala el oído con palabras vacías que alimentan los egos, pero te hace sentir la persona más especial del mundo con la sinceridad valiente que no siente miedo de demostrar "de más". Porque ella sabe bien que, en todo caso, siempre tendemos a demostrar de menos.

Dicen algunos, quiénes la conocen de lejos, que su soberbia no tiene límites. Creo que se equivocan, confundiendo seguridad en sí misma con altanería. Nunca la vi en un altar y sí, muchas veces, defendiendo al débil.

Es una de esas mujeres guerreras que ha ganado sabiduría con los años y ahora elige bien sus batallas porque odia perder el tiempo.

No es sumisa, ni modosa y, mucho menos, complaciente por exigencia. Y, sin embargo, la he visto desvivirse por complacer a su gente. Siempre tuvo una palabra, un abrazo o un consejo para quien la necesitaba.

No sabía nada de esto cuando la saqué a bailar aquel día. Cuando el brillo indomable de sus ojos, me atrapó en las redes insondables de la curiosidad. Pronunció mi nombre y casi pude acariciar su susurro. Luego fue cuando me permitió conocerla de verdad. Y yo no pude hacer otra cosa: Me enamoré de ella.

sábado, 23 de junio de 2018

Que lo limpie el Fuego


Hacía dos años. Setecientos días y un mes. Una condena que nadie previó. La crónica de una muerte anunciada que ninguno supo sortear.
Setecientos días de daños colaterales, de metralla absurda en el corazón, de preguntas como puñales sin respuestas que los esquivasen. Setecientas lunas, ni una más ni una menos, de recuerdos anudados en lo más profundo del SER. De añoranzas y rencores. De deseos y frustraciones. De intentos fallidos y sirenas de bombardeos inminentes.
Primero fueron las promesas, ya no sabría decir si banales o verdaderas. Seguidamente el miedo a que el camino se torciese, y quedase atrapada en las arenas movedizas, que tanto terror le causaban, porque perderle era perderse también a sí misma. Después la tranquilidad de haberse reconstruido de otras guerras. De nuevo, las ganas de luchar y bajarle la luna si soñaba con ella. De cazar dragones si era lo que anhelaba.
En su espera, ya no sentiría la mordedura de las hienas con sus sardónicas sonrisas. Se había levantado con titánica fuerza. Pronto, la lealtad, curaría heridas y calmaría cicatrices. La risa colorearía las avenidas y los fantasmas serían desterrados al infierno, que ellos mismos habían creado.
Cómo el Fénix se irguió, porque podría fallar a todos... Pero a él no.
Y, sin explicación que aliviase el profundo dolor que fingía no sentir, todo se volvió del revés. Cada virtud fue un defecto. Cada promesa, un calvario. Cada duda, una penitencia. Cada abrazo, un impuesto a pagar en sangre... Y así, sin verla venir, llegó la más cruenta de las guerras. La última, acabará como acabase... Si conseguía sobreponerse, sería la última.
Setecientos días de paciencia autoimpuesta. De irse, pero sin irse del todo.
Aquel día no había perdido la esperanza, sino la fe. Cogió una caja vieja de zapatos. Fue depositando, uno a uno, cada recuerdo. Las cartas, las conversaciones, las fotografías, los momentos compartidos, las servilletas, los relatos y poemas... Ya no esperaba nada de nadie, salvo de ella misma. Ahora que volvía a ser más ELLA que nunca. Ahora que, por encima de las heridas, aún sin cerrar, y de todas las cicatrices, se alzaba la esencia de lo que era.
Frente a la hoguera pagana del solsticio de verano, lanzó la caja con todas las fuerzas que pudo, mientras exclamaba a los vientos: ¡Que lo limpie el Fuego!

sábado, 21 de abril de 2018

Los dos puntos suspensivos


"Un fin demasiado insípido para una historia tan larga", se dijo en el preciso instante en que sintió que se habían marchado dos de los puntos suspensivos.
Fue después de todo. Un día anodino. Una tarde cualquiera en la que no recordó nada de su historia.
Habían habido guerras mundiales, alambradas de hielo, sangre en forma de lágrimas. Silencios no pactados. Tratados de paz. Terremotos con tormentas, faros destrozados por los naufragios.

Reconcialiaciones. Se habían perdido y se buscaban y se encontraban. Y volaban juntos y por separado. Creyeron que estaban destinados a no perderse y eso les hacía fuertes. Hubo palabras que rompían corazones, te quieros que se morían en desuso. Gritos y mares salados resbalando por las calles grises. Pero volvían.

Volvían a escontrarse. Por eso, maldiciendo la traición de la nostalgia, a veces, miraba de soslayo el escalón que había al lado de su portal, por si le esperaba allí por sorpresa un día al regresar. Pero nadie había esperando cuando volvía. Paró todos sus relojes para que el tiempo no jugase en su contra. Miraba el móvil con el destructivo deseo de la expectativa rota. Sin mensajes. Sin llamada. Sin señal.
Mandó cartas al aire, susurros al viento que no tocaban su oreja. Se resistió a perder. A perderle cuando todo estaba perdido. Se jugó la nada que le quedaba a que ponía la mano en el fuego sin quemarse. De primer grado fueron las ampollas.

El silencio iba consumiendo el ansia, la esencia y la añoranza. Las dudas se disolvieron en la única respuesta a todas sus preguntas.

El mundo se había dividido en dos realidades que solo se cruzaban para descruzarse. Siguió andando.

Alguien, de tanto en tanto, detenía su paso para hablarle de lo que ya no quería escuchar y el pasado conjunto mordía con saña su yugular. Se quedó sin sangre.

Aquel día no había sentimiento valorable. Un ni fu ni fa que volvió témpano de cristal aquel desierto repleto de otros oasis. Ya bebía otras aguas y se colgaba de otros abrazos. Lo dio por perdido.

Los dos puntos suspensivos se suicidaron del reglón, cuando se dieron cuenta que habiendo oportunidades, nadie apareció.

miércoles, 21 de marzo de 2018

El Espejismo

Ella le propuso aquel plan. Espontáneo. De esos que salen desde muy adentro y solo porque sí. A él le encantó la idea, hace tiempo que no la veía y quería pasar tiempo con ella.
Ella fantaseó con toda la noche. Con cada instante bajo la luna. Escogió las palabras, que fueran certeras y llanas, verdaderas y profundas… que expresaran todo aquello que no tenía humana palabra para ser descrito. Tenía tanto que agradecerle. Tanto que decirle.

Fantaseo más allá de su propia fantasía y estiró los segundos imposibles, como si fuera la inventora y dueña del tiempo. Coincidían poco para su gusto y tenía ya demasiados besos colgando de abrazos, que se habían despeñado por el árido desierto de las noches en vela.

Ideó cada detalle. Desde su ropa hasta el color de su carmín. Escogió mentalmente el perfume que mejor le iba con la sonrisa de él.

Desde luego no se lo esperaba. Sabía que él no era amante de las sorpresas, pero aquella era diferente porque ella iba a crear magia. Y probablemente deseo desbocado en una pasión que creían domada.

Esa semana estuvo casi sin hablarle. No quería que sus ganas la traicionaran y, como una niña, fuera a contarle lo que su corazón tramaba. Tampoco quería que la presión le desbordarse, por eso le dio tiempo, libertad y alas.

Cada noche, antes de dormir, cerraba los ojos repasando cada fleco, cada puntada, cada instante… saboreando las palabras que saldrían de su boca. Aquel sentimiento encogido que aún no había sido confesado. Le daría todos los por qués y le mostraría todos los cómos.

Llegó el día y esperó una señal. La chispa que encendía la mecha de su oasis particular. De aquel paraíso que había urdido para ponérselo a sus pies y admirar juntos y abrazados la belleza efímera del instante.

Silencio.

El pronunció aquel “prácticamente imposible" y ella se tragó el dolor de la lanzada tras una sonrisa superpuesta. No podía ser… Aquello no lo había soñado. Tras una breve explicación, ella comprendió. A él le había engullido el tiempo mal entendido, disfrazado con el manto de plazos y obligaciones. No había construido ningún oasis, sólo un espejismo que se diluyó en una noche cualquiera sin magia que la arrope.

sábado, 20 de enero de 2018

Tonalidades de verde


Si existe un color característico de la historia que compartieron era, sin duda, el verde y su amplia gama de tonalidades.

Verdes fue aquella primera esperanza al conocerse. Al pensar que siendo tan distintos podían ser tan iguales. Ella lucía en su estandarte el brocado de la sinceridad y El acostumbraba a decir siempre la verdad. Entre verde y rojo aquellos primeros juegos cómplices que iban de las dobles intenciones a las ganas más intensas.

Verdes los paños que habían compartido. Las horas alrededor de una mesa que despistaba al tiempo. Las risas que inundaban de azucenas el aire. Los susurros y el reto. Las apuestas en las que, hasta cuando se pierde, uno gana.

Aquellas sinuosas carreteras, custodiadas por abetos verdes, en las que adoraba conducir. Escuchando a su grupo preferido: "Esta es tú noche y la mía", dijo El añadiendo banda sonora a cada capítulo del libro de su historia.

Verde era la Ciudad Esmeralda y su camino de baldosas amarillas cuando el sol le regalaba una caricia o un como estás o un te quiero a media tarde. También verdes y horrendos los fantasmas que habitaban en algunas paredes. O las serpientes que se anudaban en sus pies.

Guerra. Fuego cruzado. Fuego amigo. Sangre. Humo. Vísceras sangrantes. Corazones abiertos. Sin oxígeno y a pulmón.

Silencio.

Gris. Volvió el anodino gris plomizo que pesaba en los pulmones. Ella se apagó.

Silencio.

Aquella mañana era diferente. Hacía ya algún tiempo que el color llenaba su vida y los amaneceres la llenaban de luz. Los tapetes y las trizas ahora eran azules. Hasta la ironía de la vida tenía otro color. Estaba de espaldas, envuelta en risa, cuando aquella voz destacó por encima de las demás. No por la intensidad, sino por el tono que hubiera reconocido en cualquier lugar. Luego aquel reflejo en el cristal.

Silenció. El se fue. Silencio.

Ella no sintió nada, siquiera la necesidad de volverse. Cuando acabó la consersación, volvió a pisar las aceras dibujando arco iris en el asfalto. El verde no era más que un color.

lunes, 8 de enero de 2018

Abrazando el sol


Era una de las decisiones más importantes y díficiles que había tomado nunca. Por eso, requirió ponerlo absolutamente todo en la balanza de una justicia sin vendas en los ojos. Iba añadiendo retazos, historias, momentos, trocitos de corazón, recuerdos, esencias, contratiempos, lágrimas, carcajadas, dolores de alma, caricias a flor de piel... Media vida. Y siempre le arrojaba el mismo resultado. Añadiese lo que añadiese, la Justicia sin Vendas, no variaba su designio. Que estuviese o no preparada no era importante, cuando lo necesario prima sobre las expectativas, y la realidad abofetea a varios deseos al tiempo.

Estaba en el borde del borde de aquel precipicio sin final que se vislumbrase. Más conocía los horrores que habitaban en las negruras de su fondo.

Saltó. Saltó tan fuerte como pudo. Y voló (porque su decisión nada tenía que ver con el descenso, sino con virar el rumbo de sus alas).

Una corriente de viento a favor la elevó al sol. Sus alas no se derritieron como las de Ícaro, sino que se contagiaron de la luz del astro rey. Entonces lo supo: No se había equivocado.

Había valles con rosas enredaderas con espinas, en dónde solo hubo áridos desiertos que mataban de hambre a la sed. Las flores lucían con elegancia sus corolas y la saludaban al verla pasar, regalando aromas de vida a sus setidos ávidos de sensaciones nuevas. 

Los ríos volvían a parar al mar. Ya no había aguas estancadas de podredumbre, sino cristalinos riachualos que tocaban música para bailar. Y, ella, bailó por las aceras en su loco y desenfrenado vuelo. Bajaba y subía, abrazando al sol, sobrevolando el suelo. Dibujando piruetas de estelas de purpurina en la noche, sobre la vía láctea.

Se encontró con más portadores de alas que la acompañaron. Se alejaban y se acercaban, jugando y cubriendo de risas un cielo cómplice. Llenando de pasión cada resquicio de aire.

Volvió a disfrutar de las cosas sencillas. A veces, sentía la tentación de mirar atrás. Pero no lo hizo.

Era su decisión. Otro tiempo, otro capítulo, una nueva etapa. Un comienzo y todo un camino de aventuras por vivir.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Al filo de la navaja


(O puntos finales y apartes. No hay suspensivos. Recuento del año)

Justo en el mismo instante en que sus pies rozaron tierra firme, rió de aquel sárdonico modo. Entre la histeria y la alegría del que ha mirado a los ojos a la muerte y vive para contarlo. Quizá no fue consciente hasta ese momento. No podía dejar de reí, a pesar de sus pies sangrantes y su lacerado cuerpo.
Plegó sobre su cuerpo las alas negras. Habían crecido desde que se rompieron. Recordó la tempestad y lo difícil que fue orientarse sin faro ni brújula. Aquel tiempo en que se agarró a cualquier tronco, esperando un "viento a favor" que nunca llegó. Aún podía sentir en sus entrañas aquel fuego desgarrado de dolor cuando vió como le habían arrancado las alas. Nunca había querido la piedad, hasta rozar ese infierno. Y aquella falta de toda Justicia, aniquiló parte de lo que había sido. Ni aún entonces, cuando creyó que no soportaría el dolor, se podía imaginar que el peor escenario le parecería, días después, un pequeño oasis.

Lo que llegó no hay palabra humana que se acerque a describirlo. Era caminar sobre la cuerda floja. Sobre aquel interminable filo de navaja en el que, el más mínimo descuído, arrojaría sus huesos contra la herrumbre y los cristales de aquel precipicio. Paso a paso. Sintiendo como se clavaba el filo en la piel, como caía la sangre, pero adelante, sin un descuído. Ya no podía volar. Ya no quería retroceder. Ya estaba atrapada en la tela de araña, viendo como la parca afilaba su guadaña en el borde de la luna.

Pensaba en lo que dejaba atras y lo echaba de menos a boca jarro. Pero seguía, paso a paso. De vez en cuando una suave brisa le hacía tambalearse en exceso. Otras veces, la tierra temblaba y llegaba a resbalar. Pero se quedaba agarrada de sus manos, ahora también sangrando. Y así, paso a paso, no viendo nada que indicase el final de aquel afilado cordel. Quizá estuviera mirando hacia el lugar equivocado, pero lo cierto es que ella no veía más que negrura. No sentía nada que no fuese dolor.

Acabó por acostumbrarse de algún modo. Quizá soltó algunas prendas. A lo mejor cayeron sobre el fuego y la lava que había bajo sus pies. Paso a paso, se repetía para sí en una lúgubre letanía. Y lo hizo.

De ahí, la risa histiónica de sentimientos arremolinados cuando sintió sus alas y tocó la tierra. Aún había dolor, pero su murmullo era lejano y la luna ya no servía a la justa muerte. El murmullo de las hojas de los árboles, fue transformándose en un siseo que podía entender:

"Has pasado esa prueba guerrera, más no tienes alas negras. Grises las veo yo. No aprendiste la crueldad. Y tornarán blancas cuando lo requieras. Escogiste ese camino y has aprendido tu lección más valiosa. Pero mantén a buen recaudo toda tu esencia y nunca olvides a dónde no quieres volver".

La muchacha sonrió. Miró atras unos instantes y emitió la palabra más alta de toda, la dada a sí misma: no volveré a pasar nunca por ese filo de navaja.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Por un copo de nieve...

(Lo escrí, tal día como hoy, hace justo un año. Las situaciones pueden ser tan parecidas como círculos viciosos de los que no se quiere uno salir. Hay "historias fugaces" sin final que las termine, que durán más de una década)

Apagó su cigarrillo y lo pisó, sin mucho afán, con la punta de la bota. Un solitario copo de nieve cayó en el dorso de su mano, encadenado a un recuerdo que no curaba el tiempo.

Quizá no era la mejor persona del mundo pero, para él, el mundo era un mejor lugar con ella. Quizá tampoco fuese la chica más guapa, pero él la sacaría a bailar, cada noche, como si fuera la reina de la fiesta. Para el resto, quizás, pareciera que se acaban de conocer... Pero ellos se sentían como si se conociesen desde siempre. Así se lo habían susurrado. 

No era su mejor amiga. No sería capaz de tenerla al lado y no abrazarla, pero era su mejor aliada. Probablemente estaba mal de la cabeza, tenía que estarlo para haberle ido a buscar, tan lejos, aquel día lejano ya en el tiempo. Seguramente no era lo correcto, ni lo mejor para él ni para ella y, desde luego, no era la única opción, y en gran medida tendría que ser amoral o inmoral o prohíbido... Sólo lo que es vedado puede ser de tal intensidad. Sin embargo, aunque su razón le diese mil motivos para no estar con ella, su corazón le daba mil uno para no dejarla escapar jamás.

Eligió. Se alejó de ella.

Habían pasado ya calendarios desde el dia en que su corazón se heló al saber que había roto el de ella.
Pero aquel copo solitario, sobre el dorso de la mano, la trajo a su mente con ferocidad... Otras veces se trataba de una canción, de oír el nombre de una ciudad compartida... Nunca se iba del todo.

Cerró los ojos y exhaló un hondo suspiro que dibujó humo sobre el frío. ¿Ella pensaría lo mismo estuviera donde estuviese? No existía respuesta creada en esta mentida realidad.

Suspiró de nuevo, esta vez pintado de conformismo, pero sin abrir los ojos... Porque con los ojos cerrados: "todos los diciembres nevaba en Cayao".

sábado, 2 de diciembre de 2017

Apuesta a ciegas

Ya, ya lo sé. No tienes nada que ofrecer y tú nunca vas de farol. ¿Qué hacemos entonces? ¿Brindar por nuestra mala suerte y jugar al black jack hasta perderlo todo? Recuerda que un día tuvimos las estrellas bajo nuestros pies. Aquella noche que, al amparo de una luna furtiva, nos buscábamos desesperadamente como dos adolescentes, sin portal que nos cobijase de la lluvia.

Yo tampoco tengo nada que ofrecerte. Apenas si un abrazo de los que te quitan el aliento, o te lo dan. El don de pintar una sonrisa en tu cara, los días grises y fríos. Las ganas de luchar y volar tan alto como alcancen mis alas, sin quitar una sola molécula de tu cielo.

Ya ves, no es mucho. Te prometo la incertidumbre de mañana, pero pongo sobre la mesa la luz de hoy y el calor que despierta almas en pena, que hace resurgir del letargo todos los dragones. No me apuesto los besos... Sin duda, son infintamente mejores cuando tú me los robas y yo finjo que no te dejo. Escenas sueltas de una película sin final. De unos besos de estación sin despedida que los cierre.

Yo quiero tu nada. Porque a lo mejor, sumada a la mía, conseguimos el póker de ases. Una lástima no saber que cartas irán en la siguiente mano. Pero, ¿y si las hubiera? ¿y si todo es posible, porque nada está escrito? Yo quiero hacerte reír a carcajadas. Abrir los siete candados de la caja de Pandora. Recorrer los laberintos de tus ojos sin brújula. Quiero descubrirte capa a capa, sin prisas, en un mundo demasiado acelerado. Quiero descubrirte cada día con la misma emoción con la que te encontré la vez primera. ¿Hace cuanto ya, viejo amigo?

Lo entiendo. Es un riesgo no calculado. Quizá yo misma sea Lucifer en el vestido y cuerpo de una dama, pero en ese caso es el fuego de mi infierno el que te quita el sueño; el que te ocupa la mente arrasando la concentración cotidiana; el que te hace sentir y al que temes por ello. Es mi fuego, aunque tú no quieras salir de las cálidas tierras baldías del desierto.

¿Cómo dejarlo todo en pos de una terrible inseguridad? De todos modos da igual, el mundo se derrumba pero tu no eres Rick, esto no es París, ni yo me marché para no volver.

¿Más cartas, viejo amigo? Esta partida está llegando a su fin. Apenas si queda otra mano. La última mano hasta la siguiente vez. Pero, ¿lo has pensado? Quizá el mundo acabe mañana y nos condenaremos al purgatorio. por haber cometido el terrible delito de haber traicionado al destino en el que no creemos. Tranquilo, no me mires así. Si el mundo sigue en pie y, en mí, continúa un hálito de vida, seguiré aquí.

Ya, ya lo se. Tú no puedes ofrecerme nada. Yo no tengo nada que ofrecer. Más no confundas nunca la comodidad con la felicidad. Sería nuestro mayor fracaso.

Sí, sé lo que te estoy ofreciendo. Una apuesta a ciegas.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Adictos al silencio

Esta es la historia de dos personas poco comunes, que se cruzaron en la línea que va de lo cotidiano a lo extraordinario, y cuenta la leyenda que, al final de los finales, ni las estrellas de mar pudieron contener su llanto.

Es una de esas historias en que los nombres son solo palabras que no definen, ni existe diccionario que contenga ni un solo término con el significado perfecto. Así que pongamos que él se llamaba Alfonso y era un marinero en tierra firme. Ella bien podía llamarse Luna, una sirena que prendía en llama todos los faros.

Alfonso la observaba antes de que Luna lo supiera. Admiraba su libertad, dibujando piruetas vestidas de saltos que querían volar. Sabía donde encontrarla y la buscaba. Más nunca decía nada, pues una cruz invisible sellaba sus labios.

Pero un día, Luna se cayó en el oceano de sus ojos y él vió las hogueras en los iris negros de la sirena. Las chispas que electrizaban el aire, creaban castillos artificiales, a medida, en un mundo de dos. La sirena llenó su vida de olas que le impulsaban, irremediablemente, a navegar las aguas que ansiaba pero a las que también temía. Le cogía fuertemente su mano y se zamullían juntos en donde las palabras no eran más que un aderezo de la felicidad que brotaba en cada poro, erizando la piel del alma de los dos.

Pero el mundo no es perfecto, la realidad es traicionera, querer no siempre es suficiente, los sentimientos desbocados acuchillan corazones y las peores tormentas no son siempre las que vienen de los cielos. La negrura todo se lo tragó.

Luna ya no hacía piruetas en el aire, sino que trataba de aferrarse a cualquier tronco que no la succionase a las profundidades del abismo. Alfonso ya no reinaba mundos perdidos, ni buscaba alas para volar junto a la sirena, solo trataba de resistir el huracán que todo lo devastaba.

Se separon tantas veces... Siempre el mismo vacío cargado de nostalgia. La sirena soñando con los oceanos de sus ojos, Alfonso deseando ver las estrellas dentro de su abrazo... Por eso, siempre volvían. Cada vez más rotos. Cada vez, más hechos jirones. Cada vez más cenizas. Pero siempre volvían. El siempre con miedo a decir de más y ella aterrada a soñar de menos.

Luego todo pasó. El tiempo también. Luna volvió a hacer piruetas en el aire queriendo volar, aunque con cuidado de no acercarse a aquellas rocas, no por falta de valor, sino por exceso de respeto. Alfonso no volvió a construir naves y se levantaba malhumorado si Luna aparecía, a traición, de la mano de Morpheo.

Y así es como se hicieron adictos a un silencio que jamás les había pertenecido. Ni este es final digno para una historia de sineras y marineros. Pero fue real.

viernes, 27 de octubre de 2017

Del corazón al viento


Había renacido. Recuperó sus alas y sus ganas de volar. Cogió su misma esencia y la metió en el cofré de los siete candados, detrás de las murallas del reino que atesoraba y cuya entrada había vedado a la mayoría. Era la misma y, a la vez, tan diferente...

No sucumbió a la tempestad, ni a la negrura de la noche que pareció eterna. Algunos susurros le recordaban, durante los días de herrumbre y olor a gasoil quemado, quien era. Quién había sido siempre. Mejoró su destreza en la espada y reforzó su escudo. Aprendió a distinguir el plomo del oro y elegió quedarse solo con el mithril. Con aquel extraño metal templado del que estaba hecha "su gente". Habían cerrado filas en torno a ella, ofreciéndole vías de escape para respirar. Lecho para dormir y abrazos para colgarse.

Volvía a brillar bajo las nubes. Los rayos de sol conseguían encontrar el camino de vuelta. Ya no había caos ni destrucción. De tanto en tanto, miraba hacia atrás, hacia el tiempo pasado, sin miedo a volverse sal. Lo cierto es que no se arrepentía de nada y daba gracias de las cicatrices que curtían su piel, pues cada una encerraba una enseñanza, otras un sitio al que no volver y, algunas, eran solo vestigios de personas que ya nada significaban... Todos menos uno, pensó. De nada, menos de una cosa... Había aún una espina clavada. Fingir que nada importaba lo que siempre importó. Algo que había abierto sangrante brecha reventando su corazón, pues no fue el acto, ni la situación, sino a quién implicó. Ese Alguien que nunca se fue del todo. Que pasaba como viento frío del norte ante su fingida indiferencia. Alguien que importó y que seguía importando.

No tuvo muchas razones, quizá no tuvo ninguna. Simplemente quiso hacerlo. Sin esperar nada a cambio. Sin expectativa que decepcionasen, ni siquiera esperó una respuesta. No lo había hecho con nadie, pues nadie del pasado que no continuase en el instante presente, le importaba ya. Pero Alguien era distinto a todos. Llevaba días pensándolo y aquel en cuestión nada tenía de diferente, respecto al resto. Simplemente lo hizo. Subió a una roca aislada y le susurró palabras al viento, desnudando su corazón al hacerlo. Tenía que decirle aquello a cambio de nada. Alguien tenía que saberlo.

El viento hizo su trabajo, recogió las palabras de quel corazón expuesto y voló con ellas. 

Entregó el mensaje. Y Alguien lo recibió.

jueves, 12 de octubre de 2017

La tiranía de la realidad

Se habían querido. De eso, no le quedaba duda alguna. Pero todo se complicó tanto que fue su "único imposible". El lugar al que ya no volvería. Las cenizas apagadas con jarros de agua fría y sinrazones que la cobardía protegió bajo su manto de comodidad.

Se habían querido como dos adolescentes. Bajo la luz de la luna y a pleno medio día. Se cubrieron de besos y de caricias y también de malditos ojalás que no venían engarzados en promesas solidas. Ella le había cambiado sus pensamientos por un maravedí y él le abrió su corazón sin condiciones. Le protegió hasta de sí mismo, atrapándolo en su abrazo mientras el tiempo pasaba impío, sin previo aviso de que, al final, llegaría el final.

Presos de su historia, protagonistas de las manos de otros. Añicos de recuerdos esparcidos en el colchón. Risas a medio tejer. Sueños que no le contó. Y la esperanza aún martilleando sus sienes, hasta que también se disipó, como lo hizo la tormenta.

Quizá lo fácil habría sido disfrazarse de la rabia y proferir toda clase de despropósitos. Unos verdad y otros flecos sueltos de una mentira que le quedaba grande. Lo fácil habría sido lanzarse miradas asesinas del aire cuando el azar los cruzaba pero, en lugar de eso, ella miraba hacia un lado y él hacia los cielos o los infiernos, según soplase el aire aquel día.

Ya no escribía sobre él, aunque la musa gritase en medio de la tempestad y el rayo de la inspiración le atravesase la piel de piedra del corazón.

A veces, miraba su móvil. A una hora concreta y estaba tentada de enviar un mensaje en la botella de una aplicación de mensajería: "Nunca he sido capaz de odiarte, solo quería que lo supieras". Pero nunca lo escribía. El nunca lo supo tampoco.

Justo lo que menos lamentaba era la pérdida de aquello más complicado que simple amor. Pero el recuerdo de los días en los que se tenían el uno al otro, la complicidad, la energía que encendía su motor, mirarse en sus ojos... El fuego que alimentaba recíprocamente los sueños de ambos... Y dos personas que sueñan juntas, no se merecen el daño.

Pero los finales son así y ya no existen las princesas de cuento, ni los rescates de caballeros sobre corceles blancos. Ni reyes que juran lealtad a una Dama. Ni Brujas malas, ni hadas buenas. La realidad es una tirana y, con ellos, entró a matar.

lunes, 18 de septiembre de 2017

Podría decirte

Podría decirte que no esperaba que la noche me sorprendiera con un cruce casual, en la escalera del último bar, cuando apunto estaba de marcharme. Que me caí dentro de tus ojos, prendiendo fuego al mapa de salida, atrapaba por aquel denso misterio por descubrir.

"¿Qué haces en este lugar, dónde los cuerpos no se tocan y la música te taladra los tímpanos? ¿Dónde estabas todo este tiempo? ¿En que escondido rincón? Cuéntame tu vida, tenemos toda la noche... Quiero saberlo todo, aunque nada me debas. Anda, abrazaté a mi, está lloviendo y así nos empaparemos juntos"... No se si hubo un antes, porque lo que recuerdo nítidamente es que sí hubo un después.

"Vuelve a abrazarme y no me sueltes". Y lo hicé, mientras entralazaba mis dedos a los tuyos, suplicando que se detuvieran los relojes y que la lluvia no cesase. Te podría decir que contigo aprendí el arte de fumar sin mojar el cigarrillo, o que recuerdo el color de la camisa que se secaba, horas después, colgada en mi puerta. Dibujaste un corazón invisible sobre la piel desnuda de mi espalda. Sobraban las palabras que no existían para describirnos. Tuvimos que inventar un lenguaje nuevo y los silencios nunca fueron incómodos.

Podría decirte que, hasta ese momento, nunca me habían asesinado de miedo las terminales de los aeropuertos. Con la soledad sangrando en mi boca ante el recuerdo de tu rostro alejándose en aquel tren maldito que no te devolvió al andén. Con aquel adiós que no pudimos pronunciar. La duda se atrincheró, con su arpía sombra, sobre el árbol de la fruta prohibida al que atracamos furtivos de la noche que nos pertenecía.

Podría decirte que te arrojé, tan lejos como pude, de mi cuerpo cuando el miedo a ser feliz me paralizó y el infierno se congeló en el "No puedo" que apenas acerté a susurrar. Que las palabras me flaquearon, las excusas huyeron despavoridas y me desarmaste en el primer asalto. Puede, quizá, quién sabe, que te resquebrajase un poco el corazón con la única locura que no cometí.

Ahora recorro los bares dónde nunca estuvimos, buscando ansiosamente tu cara entre la gente. De tanto en tanto, una canción dispara a matar. Y una frase que murió en tus labios, antes de ser pronunciada, acuchilla mi curiosidad. Podría decirte que aún te pienso y me desvelo soñando lo que pudo haber sido antes de rendirnos. Y la vida nos volvía a cruzar, una y otra vez, en los peores momentos, cuando lo queríamos todo y, sin embargo, nada era posible.

Podría decirte... tantas, tantas cosas....

Sin embargo, hablamos de lo trivial y callo. Aunque, de vez en cuando, el corazón te traiciona y hablas de más, y el mío te sigue diciendo aquello que debo callar.

jueves, 31 de agosto de 2017

Esta noche


Esta noche teñiré de fuego mis alas negras y surcaré los cielos con tu alma de la mano. Blandí un recuerdo a modo de espada. Reduje a cenizas, durante un instante, las murallas que de todo te protegían. Tu corazón latente en una danza pohibida, hablaba aún con las últimas resistencias del que se sabe perdido.

Te traen los vientos del Norte que ponen mi brújula del revés, pues ahora eres mi Sur: un lugar al que siempre puedo volver.

Esta noche voy a ser feliz. Recorré las nocturnas calles y te contaré la historia que encierra cada farola. Quemaré todos los calendarios, dinamitaré la prisa, fusilaré los relojes y negaré la existencia del tiempo. Arrasaré las despedidas y los besos con sabor a estación. Bombardearé al tren del olvido, para que nunca pase por nuestro anden. Volveremos a reir bajo la lluvia, fumandonos un cigarro a medias, sin paraguas que nos resguarde. Nos empaparemos del cielo y de la tierra mojada. Enterraré mi cabeza en tu pecho y nos fundiremos en el abrazo que nos debemos.

Esta noche asesinaré, a traición, todos los compromisos que nos alejan. Ríos de sangre de otras lágrimas bajarán por las avenidas. Esta noche te prometo la risa.

Esta noche, yo fuego y tu tierra sobre la que arder, soñaremos el mismo sueño. Mi Ángel Negro siempre es fuego cuando agarro tu mano y tus alas negras y coraza pétrea, se deshacen en las hogueras que provocamos. Me dirás que tus días son grises sin mi sonrisa. Te diré que recuerdo cada instante a tu lado sin mella de tiempo que lo distorsione. Danzaré para tí con el alma desnuda, y un corazón para perder. Tú te sorprenderás a ti mismo hablando de más y las estrellas fugaces durarán eternamente.

Esta noche será nuestra y mañana... ya será otro día.

jueves, 17 de agosto de 2017

Perseidas a media tarde


Llovían Perseidas aquella media tarde y, cada una, bailaba en el fuego fatuo que ardía sin quemar.

Danzaban las musas, subía la moral de los ejércitos, los Gladios cortaban alientos, y las armas despertaban conciencias dormidas.

Ella viajaba, sin moverse de sitio, a aquella ciudad sin nombre, custodia de sus iniciales, a la que siempre podían volver. Aunque ella se sintió más Rick que Ilsa Lund en aquella época.

Las Perseidas caían a media tarde arrancando, en su fugaz carrera, hasta el último jirón gris de recuerdo. Con la imaginación volaba a endoquinadas callejuelas de chocolate, que te devolvían siempre al mismo punto, al son de más de doscientas campanas que habían perdido un réquiem.

Sus alas recordaban el vuelo por el simple placer de sentir el viento, sin miedo a que la tempestad la derribase tras la Esquina Incierta. Sobrevolaba los sueños de hoy, que pensaba convertir en las realidades de su mañana, sin sentirse en la cuerda floja atravesando el campo de minas de tra época no tan lejana.

Había ramas como brazos de los que colgarse en cada encrucijada. Las suficientes para afrentar una realidad de la que ya no cabía huída, ni volvería a cambiar por un quimérico quizás mañana. Los escudos la bordeaban en el centro de todos, mientras un bosque de espadas se levantaba con refulgiente fulgor, muchos habían sido protegidas por las alas de fuego, inquebrantablemente leales para con los suyos.

Caían Perseidas a media tarde y ella tornó, en noches con estrellas, todas las sonrisas que se cruzó aquel día. Se cumplieron sus deseos y también alguno que no alcanzó a imaginar. Reencntró una inagotable fuente de energía incondicional al alcance de sus dedos.

No sonaron violines. Ni echaron al vuelo las campanas. Sin embargo, el Universo le había regaldo estrellas fugaces en una taza de cafe.

sábado, 22 de julio de 2017

El problema


El problema no fue el melodrama, la musa, el artificio que embellece lo mundano. No fue decir que "se arrancó el corazón, aún pulsátil, y eligió las alas negras frente a los monstruos que poblaban las paredes en las que ya no se reflejaba ni su sombra". No fue elegir o resurgir de las cenizas, ya muerto el Fénix, como el Angel Negro que sobrevuela la ciudad. Fue mucho más sencillo y, al tiempo, corrosivo.

El problema fue que desaprendieron lo aprendido. Y consiguiron convertir un metro escaso en un distancia insondable, separados por un abismo. Ella incendió los libros de poemas que le había escrito y él lanzó al mar las ganas. Ya no sumaban dos, y uno más uno arrojaba, cada vez, un resultado distinto. Fue mucho más sencillo, porque le habría perdonado casi todo. Todo. Por tres. Por cien. Por infinito menos uno. Como un escorpión acosado por un incendio. Si hizo algo mal, que lo hizo, pagó un precio demasiado alto. Fue lo injusto del después.

El problema no es que el tiempo pasase impío, lleno de promesas vanas de un pasado que olvidar. No fueron las lágrimas sobre la almohada sin hombro en el que poyarse. No fueron las horas mirando por la ventana, esperando que él se marchase en cualquier momento. No fue el miedo, ni el invierno, ni el silencio. No fue que mantuviese la esperanza, herida de muerte, agonizante... Pero la mantuviese. Fue más cotidiano. Fue que se cansó de las palabras que contradecían hechos, y de hechos que hablaban más que las palabras.

El problema no fue elegir arrojar contra la pared el reloj de arena o parar las manecillas del tiempo, en espera de un faro que se encendiese. No fue que por mirar ese punto negro, ansiando su brillo, se le olvidasen el resto de faros que seguían ahí, ante su ceguera. Ni siquiera fue la desidia desesperante de callarse que el tiempo es un regalo demasiado preciado, como para pedirlo con la boca pequeña. Que no se recupera. Que no sabemos cuando es el último segundo. No fue que prometiera esperar sin saber si podría cumplir esa palabra. Porque esperó. Fue mucho más ladino, fue darse cuenta de que todo era relativo menos los segundos, y que ella nunca fue prioridad por mucho que sus labios dijesen. El problema no fue creerle a él, sino dejar de escucharse a sí misma.

El problema no fueron los Dragones, ni las Mazmorras, ni las Brujas buenas pero brujas. No fueron las fuerzas que trataron de derribarla. No fue su claudicación. Su extinción. Su pérdida... La suya, porque se perdió a ella misma. El problema no era la razón y sus matices, sino que deseaba, a lágrima podrida, que la rescatase del naufragio, del que él también había removido aguas, y encontró otras manos. El problema no fue hundirse y ahogarse. Sino que estuvieron los de siempre. Menos él.

El problema no es que la deslealtad esté en desuso, que la traición pueble las aceras, que todo Doctor Jekill encierra un Mister Hide. No fue ver su peor lado. El que nunca había visto. No fue que llegara aterrarle a veces. No fueron los vómitos, ni lo que se dijeron, o se dejaron de hacer. No fue el miedo acechando en cada esquina. No fue aquella sonrisa que maquillaba cada día. No eran sus alas negras. Fue mucho más corriente, fue que no dudó en sacrificarla en el momento en el que tuvo algo que ganar, sin ver lo que podía perder.

El problema no fue que lo esperara hasta declararse la guerra a ella misma. Es que él nunca volvió.

Fue todo más elemental. La vida es una continúa elección y ella, por no volverse a perder, eligió no volverle a elegir.

lunes, 10 de julio de 2017

Fortaleza de Zafiro


Aún quedaba un largo trecho, aunque podía contemplar, al fondo, la magnificencia de aquella fortaleza. El lugar al que le habían dicho en Ciudad Esmeralda que debeía dirigirse.

Era imponente, a la vez que escondía las maravillas que ansiaba. El camino prometía ser un desafío, algo a lo que estaba acostumbrada.

Katrhina saltó de su caballo negro, con agilidad felina y gesto contrariado. El puente que tenía delante no parecía demasiado seguro. Miró de soslayo a su ejército. A ese pequeño batallón que continuba a su lado, ondeando la lealtad con orgullo. Los caballos no pasarían por allí, era una temeridad correr el riesgo, pero sin monta tardarían mucho más.

Estaba tan absorta calculando las posibilidades, evaluando el terreno, que no vio al extraño caballero que apareció ante ella. El huargo, que caminaba siempre a su siniestra, gruñó al tiempo que tornaba en tormenta sus ojos grises. Ese conocido sonido fue lo que la devolvió a la realidad. Sonrió al animal en gesto tranquilizador. Después se irguió, con su brillante armadura y la diestra en el pomo de la espada, mirando con fuego en sus pupilas al que su rostro cubría con un negro yelmo, y una capa del mismo color tapaba la mitad de su endrina armadura.

Lo miró altiva. Detrás, su escuadra, también estaba de pie y lista. El huargo caminaba delante de ella, de un lado a otro, marcando la distancia entre el desconocido y Katrhina.

  - ¿Qué es eso?.- Inquirió profunda y metálica voz, señalando con el índice, la bolsa de cuero que Kat llevaba a su espalda.
  - ¿Quién lo pregunta?
  - El Guardian del Puente del Sacrificio, vasallo del Señor Zafiro, dueño y señor de estas tierras... Deberías ser más educada cuando estéis de invitada, my Lady.- Hubiera jurado que existía algo de ironía y divertimento, bien camuflado por el eco del metal.
  - Son piedras.- Replicó la mujer.
  - ¿Piedras? ¿Es vuestra arma una pueril honda?

Katrhina se molestó. El huargo se puso en guardía. El ejército cerró filas. Respiró hondo antes de que la pasión le hiciese contestar con el merecido desdén:

  - Sí, piedras. De diferentes colores, tamaños, textura y formas. Piedras.
  - ¿Quién viaja con una mochila de piedras?
  - Yo. ¿Queréis algo más, mi señor?
  - Creo que no podrás pasar por este carcomido puente, sin perder a toda vuestra guarnición de fieles amigos.- Aseveró el guerrero.

Katrhina susurró unas palabras en arcano idioma. Los ojos del huargo relucían como la espada del guerrero. Las nubes se descubrieron, sus cabellos rojos se incendiaron al contacto.

  - ¿Pretendéis amedrentarme con un truco de magia, mi señora?.- Katrhina no respondió.- Solo os digo que el puente no va a ser capaz de soportar todo el peso. Creedme, mi señora, no estoy aquí para batallar con vos... Los peligros, si los hay, los encontraréis al otro lado.
  - No serán peores peligros que los ya pasados, ni son de mucha ayuda vuestras observaciones...- Aguijoneó Katrhina con el arma de la palabra.
  - Debéis dejar la mochila de piedras.
  - ¡No!.- Exclamó.
  - Son solo piedras...
  - Pero son mis piedras...
  - Pero os impiden el paso. O vuestras piedras o vuestros compañeros de viaje. Debéis de elegir, mi señora.
  - No hay elección posible.

Todos la miraban sin entender. Incluso el huargo elevó las orejas.

  - Cada piedra es una cicatriz. Algunas, aún son heridas abiertas. Forman parte de mi historia. Dejar las piedras es renunciar a la memoria.
  - Dejar las piedras es no aferrarse. Es admitir las cicatrices como parte de una historia indeleble. Es curar las heridas, sin olvidar la caída que las provocó. Tu historia es tu camino, la senda escogida y hasta las risas y las lágrimas. No renuncies a tu memoria, abraza al futuro, sin un pasado que te lastre.

Sonó un silencio eterno.

  - Hay piedras que no quieron perder. Que quiero seguir llevando. Que no quiero dejar aquí, por el resto de los tiempos.
  - Pero son piedras y lastran y te impiden el vuelo alto y sesgan tu perspectiva y no te van a devolver lo que nunca fue... Pero sobre todo, son piedras y, como piedras que son, te hacen sangrar.

Sonó un silencio de tres días. Solo roto por el grito de las pesadillas, que solo ella podía escuchar. Sus compañeros esperaron pacientes. El huargo gris parecía marmórea estatua.

A la cuarta luna, se descolgó la bolsa. La lanzó por el acantilado y volvió a subir a su caballo de un salto. El puente se volvió piedra. El caballero se diluyó en el aire y, aún con el sabor de la nostalgia por lo perdido, cabalgó hacia adelante.

miércoles, 5 de julio de 2017

Bendita Tormenta

Aparecía en su mundo y... El sol se cubría con las nubes de sus ojos. Y, si había nubes, se tornaban grises. Los cirros se volvían cúmulos. El aire se impregnaba de esa fragancia de tierras fértiles en las que nunca echó raíces. Aún hoy, de vez en cuando, ese maldito "¿y si...?", la aguijoneaba en la cicatriz del miedo de su alma. Una cruz invisible sin clavo que la sangrase.

Aparecía en su mundo y no había preguntas. Ni respuestas. Ni palabra alguna que evitase el porvenir.

Aparecía en su mundo y las nubes amenazaban lluvia. Y, si ya llovía, entonces ella bailaba y reía. Como aquellos días frente al mar. Como antaño. Como cuando aprendió a fumar un cigarrillo a medias sin paraguas. Esa carcajada hacia dentro que le traía recuerdos de abrazos, de cuando el mundo se rindió bajo sus pies. Del agua rompiendo la roca, mientras él le susurraba al oído lo increíble que era haberse cruzado con ella, en mitad de aquel abismo insondable. O se callaba y se comunicaban con la mirada, a través de las profundidades su sus ojos, en grises y negro. Con un idioma hecho a medida, que solo aquellos dos habitantes de la Tierra eran capaces de comprender.

Aparecía en su mundo y estallaba la tormenta. ¡Bendita tormenta que la zarandeaba hasta ponerle del revés el corazón!. Y en su rostro se dibujaba la sonrisa que él causaba solo con acercarse. Y, si ya sonreía, entonces, reía más. O la sonrisa más abierta, brillaba con furor, ensombreciendo al sol. Eres luz e ilumunas mis sombras, le decía como si presa de un influjo irresistible, hubiera derribado todas sus murallas, dejando al desnuedo su fortaleza y su cuerpo.

Pasaban los años y seguía provocando aquella chispa eléctrica cada vez que aparecía. ¡Bendita tormenta que bien valía el vacío de la ausencia que dejaba tras de sí!

lunes, 26 de junio de 2017

Tomar distancia

Se alejó de ella y, por eso, le acarició los rebeldes mechones con exquisita dulzura. Tenía que alejarse. Bien sabía que aquello no era posible y, mucho menos, viable. Bien sabía que solo era posible en el mundo de los sueños, en los cielos del deseo y en el Universo de su boca...

Se alejó de él y, por eso, paró todos los relojes que no marcaban la hora del principio. Sabía que no podía ser. Lo había sabido siempre. Quizá en el futuro... Pero no le iba a esperar eternamente, mientras la vida pasaba, como silencioso testigo, del crimen que cometieron al soltar sus manos.

Alejarse de ella era volver a la rutina sin sobresaltos. A la llama del hogar, sin el ojo del huracán que lo gobierne. Era la calma, sin la brisa fresca de las mañanas. en las que le regalaba las verdades, que no le eran vedadas, como si aquella mujer pudiese leer dentro de los ninboestratos de sus ojos.

Alejarse de él era aserverar que nunca le volvería a ver aunque sus caminos se cruzasen. Era quedarse con un saco vívido de recuerdos de otros tiempos. Era la nostalgia de mañana con distinto sabor a la de ayer. Era renunciar a su corazón columpiándose en la garganta. No volverse a mirar en sus ojos y no adentrarse, nunca más, en las profundidades del volcán de su cuerpo.

Se alejó de ella tantas veces... Era lo correcto. La forma de no herir a nadie, abriendo una herida, aún mayor, en el fondo de su esperanza. Era lo que debía de ser. A lo mejor, no era su mejor opción pero era lo mejor para todos, incluída ella que merecía tantas cosas que jamás le había dicho.

Le vio partir, tantas veces, en silencio... Y dolía como la vez primera. Se notaba el agujero que dejaba en el muro invisible de las lamentaciones que nunca profirió. Era oír aquel silbato del tren dentro de su cabeza, mientras se le escurría, entre las manos, los restos del naufragio que había dejado el penúltimo beso. Era perder la fuente misma de toda magia.

Pasaba el tiempo. El volvía.

Quitaba hojas del calendario. Ella volvía.

Ese era su particular y recurrente modo de distanciarse. Al fin y al cabo, paseaban bajo la misma lluvia.