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viernes, 27 de octubre de 2017

Del corazón al viento


Había renacido. Recuperó sus alas y sus ganas de volar. Cogió su misma esencia y la metió en el cofré de los siete candados, detrás de las murallas del reino que atesoraba y cuya entrada había vedado a la mayoría. Era la misma y, a la vez, tan diferente...

No sucumbió a la tempestad, ni a la negrura de la noche que pareció eterna. Algunos susurros le recordaban, durante los días de herrumbre y olor a gasoil quemado, quien era. Quién había sido siempre. Mejoró su destreza en la espada y reforzó su escudo. Aprendió a distinguir el plomo del oro y elegió quedarse solo con el mithril. Con aquel extraño metal templado del que estaba hecha "su gente". Habían cerrado filas en torno a ella, ofreciéndole vías de escape para respirar. Lecho para dormir y abrazos para colgarse.

Volvía a brillar bajo las nubes. Los rayos de sol conseguían encontrar el camino de vuelta. Ya no había caos ni destrucción. De tanto en tanto, miraba hacia atrás, hacia el tiempo pasado, sin miedo a volverse sal. Lo cierto es que no se arrepentía de nada y daba gracias de las cicatrices que curtían su piel, pues cada una encerraba una enseñanza, otras un sitio al que no volver y, algunas, eran solo vestigios de personas que ya nada significaban... Todos menos uno, pensó. De nada, menos de una cosa... Había aún una espina clavada. Fingir que nada importaba lo que siempre importó. Algo que había abierto sangrante brecha reventando su corazón, pues no fue el acto, ni la situación, sino a quién implicó. Ese Alguien que nunca se fue del todo. Que pasaba como viento frío del norte ante su fingida indiferencia. Alguien que importó y que seguía importando.

No tuvo muchas razones, quizá no tuvo ninguna. Simplemente quiso hacerlo. Sin esperar nada a cambio. Sin expectativa que decepcionasen, ni siquiera esperó una respuesta. No lo había hecho con nadie, pues nadie del pasado que no continuase en el instante presente, le importaba ya. Pero Alguien era distinto a todos. Llevaba días pensándolo y aquel en cuestión nada tenía de diferente, respecto al resto. Simplemente lo hizo. Subió a una roca aislada y le susurró palabras al viento, desnudando su corazón al hacerlo. Tenía que decirle aquello a cambio de nada. Alguien tenía que saberlo.

El viento hizo su trabajo, recogió las palabras de quel corazón expuesto y voló con ellas. 

Entregó el mensaje. Y Alguien lo recibió.

miércoles, 5 de julio de 2017

Bendita Tormenta

Aparecía en su mundo y... El sol se cubría con las nubes de sus ojos. Y, si había nubes, se tornaban grises. Los cirros se volvían cúmulos. El aire se impregnaba de esa fragancia de tierras fértiles en las que nunca echó raíces. Aún hoy, de vez en cuando, ese maldito "¿y si...?", la aguijoneaba en la cicatriz del miedo de su alma. Una cruz invisible sin clavo que la sangrase.

Aparecía en su mundo y no había preguntas. Ni respuestas. Ni palabra alguna que evitase el porvenir.

Aparecía en su mundo y las nubes amenazaban lluvia. Y, si ya llovía, entonces ella bailaba y reía. Como aquellos días frente al mar. Como antaño. Como cuando aprendió a fumar un cigarrillo a medias sin paraguas. Esa carcajada hacia dentro que le traía recuerdos de abrazos, de cuando el mundo se rindió bajo sus pies. Del agua rompiendo la roca, mientras él le susurraba al oído lo increíble que era haberse cruzado con ella, en mitad de aquel abismo insondable. O se callaba y se comunicaban con la mirada, a través de las profundidades su sus ojos, en grises y negro. Con un idioma hecho a medida, que solo aquellos dos habitantes de la Tierra eran capaces de comprender.

Aparecía en su mundo y estallaba la tormenta. ¡Bendita tormenta que la zarandeaba hasta ponerle del revés el corazón!. Y en su rostro se dibujaba la sonrisa que él causaba solo con acercarse. Y, si ya sonreía, entonces, reía más. O la sonrisa más abierta, brillaba con furor, ensombreciendo al sol. Eres luz e ilumunas mis sombras, le decía como si presa de un influjo irresistible, hubiera derribado todas sus murallas, dejando al desnuedo su fortaleza y su cuerpo.

Pasaban los años y seguía provocando aquella chispa eléctrica cada vez que aparecía. ¡Bendita tormenta que bien valía el vacío de la ausencia que dejaba tras de sí!

lunes, 26 de junio de 2017

Tomar distancia

Se alejó de ella y, por eso, le acarició los rebeldes mechones con exquisita dulzura. Tenía que alejarse. Bien sabía que aquello no era posible y, mucho menos, viable. Bien sabía que solo era posible en el mundo de los sueños, en los cielos del deseo y en el Universo de su boca...

Se alejó de él y, por eso, paró todos los relojes que no marcaban la hora del principio. Sabía que no podía ser. Lo había sabido siempre. Quizá en el futuro... Pero no le iba a esperar eternamente, mientras la vida pasaba, como silencioso testigo, del crimen que cometieron al soltar sus manos.

Alejarse de ella era volver a la rutina sin sobresaltos. A la llama del hogar, sin el ojo del huracán que lo gobierne. Era la calma, sin la brisa fresca de las mañanas. en las que le regalaba las verdades, que no le eran vedadas, como si aquella mujer pudiese leer dentro de los ninboestratos de sus ojos.

Alejarse de él era aserverar que nunca le volvería a ver aunque sus caminos se cruzasen. Era quedarse con un saco vívido de recuerdos de otros tiempos. Era la nostalgia de mañana con distinto sabor a la de ayer. Era renunciar a su corazón columpiándose en la garganta. No volverse a mirar en sus ojos y no adentrarse, nunca más, en las profundidades del volcán de su cuerpo.

Se alejó de ella tantas veces... Era lo correcto. La forma de no herir a nadie, abriendo una herida, aún mayor, en el fondo de su esperanza. Era lo que debía de ser. A lo mejor, no era su mejor opción pero era lo mejor para todos, incluída ella que merecía tantas cosas que jamás le había dicho.

Le vio partir, tantas veces, en silencio... Y dolía como la vez primera. Se notaba el agujero que dejaba en el muro invisible de las lamentaciones que nunca profirió. Era oír aquel silbato del tren dentro de su cabeza, mientras se le escurría, entre las manos, los restos del naufragio que había dejado el penúltimo beso. Era perder la fuente misma de toda magia.

Pasaba el tiempo. El volvía.

Quitaba hojas del calendario. Ella volvía.

Ese era su particular y recurrente modo de distanciarse. Al fin y al cabo, paseaban bajo la misma lluvia.

domingo, 7 de mayo de 2017

Cristal templado


La muchacha miró aquel desastre con aparente gesto contrariado. Incrédula. Paralizada. Como si se hubiera vuelto roca en el mismo instante en el que, aquel espejo, tocó el suelo.

Le habían prometido estar hecho de un extraño cristal templado, irrompible. Con una nitidez de imagen indeleble, ni por el impío paso de los años. Aquel espejo que valía tanto para mirarse en él como a través de él.

Y allí estaba, esparcido por en suelo. Salpicando de esquirlas sus pies. Invadiendo el espacio y el tiempo. Succionando el aire hasta ahogarla. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo vería? La había dejado ciega.

Tras la primera impresión, se agachó resuelta a recogerlo. Cada uno de los trozos, algunos casi invisibles, le laceraron las manos sin poder detenerla.

Los tenía todos y, sin embargo, no encajaban. Como un puzzle sin solución. Como una tarde de verano gris. Como un otoño sin lluvia. Como el vacío sin materia.

Lloró. Y trató de pegarlo con aquellas lágrimas. En cada junta, en cada pequeño cristal. Pero distorsionaba la imagen. Se parecía, pero no reflejaba lo mismo. Cayó otra lágrima y lo volvió a quebrar más todavía.

Se le detuvo el corazón un segundo eterno.

Miró sus sangrantes manos. No era la primera vez que sangraba, pero era la única sin sentido. La usó para pegarlo. Quizá cambiara el color, pero tenía que recuperarlo como sea porque aquel espejo era único, de valor incalculable, más allá de todo precio. Las piezas volvieron a unirse, pero distorsionaba y tornasolaban, sin permiso, tonos cobrizos que la confundían.

La desesperación se apoderó de ella.

Recordó el poder que pueden llegar a tener las palabras. Así que le habló desde lo más hondo de su corazón. De expectativas, de sueños, de anecdotas pasadas y momentos futuros, de lo que habían pasado juntos. De las batallas que habían resistido y de las que todavía no habían librado. Y las piezas se unieron, solas, ante su vista, encajando casi a la perfección. Se miró en el espejo incrédula y... Vio como estallaba, antes sus ojos, dejándola casi sin alma.

Lloró. Sangró. Y volvió a recogerlos todos. Tardó varios días esta vez.

Exhausta, pero sin detenerse, usó una pasta de unir, la más poderosa que conocía: los sueños. Los puso todos sobre la mesa. Si los usaba para unir el espejo, los perdería. Lo sabía bien. Pero no podía perder aquel espejo único, así que sacrificó casi todos. Las esquirlas, cada vez más pequeñas, encajaron de nuevo.

Pero al mirarse... No era más que un mosaico que reflejaba una silueta amorfa y oscura, sin saber donde acaba ella y dónde empezaban las sombras que habitan en las paredes.

No se dio por vencida. Usó fuego y rayos y lluvia, de temporal y de rocío, rayos de alba, noches en vela... Le suplicó, le rogó, lo mimó, le gritó. Usó tardes únicas, noches inolvidables, madrugadas de confidencias. La risa, la carcajada.

Ya nada reflejaba. Pero siguió intentándolo, una y otra vez, volviendo a herirse las manos sobre heridas ya abiertas. Hasta peder el último ápice de fuerza y esperanza.

Realmente, ella, lo supo desde el primer instante que tocó, por primera vez, aquel suelo de zarzas y espinas. Nunca volvería a reflejar igual. Ya no era su espejo único e irrompible de cristal templado, sino un mosaico caótico sin solución. Por mucho que desease conservarlo, distorsionaba cada vez más. Y, entonces, se le partió el corazón.

Sacó las pocas fuerzas que su Voluntad atesoraba, y lo lanzó contra la pared de realidad que tenía enfrente. Lo redujo a móleculas invisibles.

Sin decir nada. Se marchó.

viernes, 15 de abril de 2016

Un café largo



El camarero sentía curiosidad por aquella mujer que entraba cada mañana, a la misma hora, desde hacía ciento treinta días. Se sentaba en el mismo taburete, en medio de la barra, apoyando su bolso sobre el asiento de al lado. Con voz queda pedía un café con leche. Se lo bebía a sorbos cortos, mientras permanecía con la vista perdida en algún punto del vacío infinito de la taza, como perdiéndose en la espuma. De tanto en tanto, de soslayo, miraba hacia la puerta.
El camarero observaba que, alguna vez cuando el bar se llenaba, algún cliente le preguntaba por el bolso sobre el asiento de al lado. Ella, mirando siempre a los ojos, pero con la voz atrapada en el pecho respondía tajante: “Está ocupado” y volvía a aquel abismo insondable de las profundidades de su pensamiento que solo ella conocía. Terminaba su café. Dejaba sobre la barra el dinero justo. Recogía el bolso. Se despedía de modo alegre, aunque un poco forzado y se iba. Y así día tras día, aquella extraña rutina.
La mañana ciento treinta y uno, algo cambió:
            - Un café largo y solo, por favor.- Pidió la mujer con suave.
            - ¿Cómo?.- Preguntó el camarero sorprendido por aquella variación.
            - Largo y solo… Como mi espera.- Explicó ella.
El camarero, con sorpresa y aún más curiosidad, se lo sirvió, aunque no se atrevió a hacerle ninguna pregunta. Se lo bebió y se marchó.
Aquella fue la última mañana que ella pisó aquel bar.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Aquellos días

Lejos quedan aquellos días...

Lejos quedan aquellos días en los que sacrificabas tus prioridades ante el altar de las ganas.

Lejanas quedan aquellas risas, aquellas cervezas de rincón con sabor a partida de billar mal jugada, aquella sinrazón exhalada en el vaho que empañaba los cristales de un coche.

Lejos quedan aquellos días en los que, un leve roce de tu dedo, erizaba toda la piel de mi espalda.

Lejos quedan aquellos días en los que mi curiosidad jugaba una partida de ajedrez con mi razón y, a la voz de "jaque mate", claudicaron todos los consejos sensatos.

Lejos quedan aquellos días en los que hacíamos malabarismos con la prisa.

Lejos quedan aquellos días... Aunque fuera ayer.