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lunes, 26 de junio de 2017

Tomar distancia

Se alejó de ella y, por eso, le acarició los rebeldes mechones con exquisita dulzura. Tenía que alejarse. Bien sabía que aquello no era posible y, mucho menos, viable. Bien sabía que solo era posible en el mundo de los sueños, en los cielos del deseo y en el Universo de su boca...

Se alejó de él y, por eso, paró todos los relojes que no marcaban la hora del principio. Sabía que no podía ser. Lo había sabido siempre. Quizá en el futuro... Pero no le iba a esperar eternamente, mientras la vida pasaba, como silencioso testigo, del crimen que cometieron al soltar sus manos.

Alejarse de ella era volver a la rutina sin sobresaltos. A la llama del hogar, sin el ojo del huracán que lo gobierne. Era la calma, sin la brisa fresca de las mañanas. en las que le regalaba las verdades, que no le eran vedadas, como si aquella mujer pudiese leer dentro de los ninboestratos de sus ojos.

Alejarse de él era aserverar que nunca le volvería a ver aunque sus caminos se cruzasen. Era quedarse con un saco vívido de recuerdos de otros tiempos. Era la nostalgia de mañana con distinto sabor a la de ayer. Era renunciar a su corazón columpiándose en la garganta. No volverse a mirar en sus ojos y no adentrarse, nunca más, en las profundidades del volcán de su cuerpo.

Se alejó de ella tantas veces... Era lo correcto. La forma de no herir a nadie, abriendo una herida, aún mayor, en el fondo de su esperanza. Era lo que debía de ser. A lo mejor, no era su mejor opción pero era lo mejor para todos, incluída ella que merecía tantas cosas que jamás le había dicho.

Le vio partir, tantas veces, en silencio... Y dolía como la vez primera. Se notaba el agujero que dejaba en el muro invisible de las lamentaciones que nunca profirió. Era oír aquel silbato del tren dentro de su cabeza, mientras se le escurría, entre las manos, los restos del naufragio que había dejado el penúltimo beso. Era perder la fuente misma de toda magia.

Pasaba el tiempo. El volvía.

Quitaba hojas del calendario. Ella volvía.

Ese era su particular y recurrente modo de distanciarse. Al fin y al cabo, paseaban bajo la misma lluvia.

domingo, 7 de mayo de 2017

Cristal templado


La muchacha miró aquel desastre con aparente gesto contrariado. Incrédula. Paralizada. Como si se hubiera vuelto roca en el mismo instante en el que, aquel espejo, tocó el suelo.

Le habían prometido estar hecho de un extraño cristal templado, irrompible. Con una nitidez de imagen indeleble, ni por el impío paso de los años. Aquel espejo que valía tanto para mirarse en él como a través de él.

Y allí estaba, esparcido por en suelo. Salpicando de esquirlas sus pies. Invadiendo el espacio y el tiempo. Succionando el aire hasta ahogarla. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo vería? La había dejado ciega.

Tras la primera impresión, se agachó resuelta a recogerlo. Cada uno de los trozos, algunos casi invisibles, le laceraron las manos sin poder detenerla.

Los tenía todos y, sin embargo, no encajaban. Como un puzzle sin solución. Como una tarde de verano gris. Como un otoño sin lluvia. Como el vacío sin materia.

Lloró. Y trató de pegarlo con aquellas lágrimas. En cada junta, en cada pequeño cristal. Pero distorsionaba la imagen. Se parecía, pero no reflejaba lo mismo. Cayó otra lágrima y lo volvió a quebrar más todavía.

Se le detuvo el corazón un segundo eterno.

Miró sus sangrantes manos. No era la primera vez que sangraba, pero era la única sin sentido. La usó para pegarlo. Quizá cambiara el color, pero tenía que recuperarlo como sea porque aquel espejo era único, de valor incalculable, más allá de todo precio. Las piezas volvieron a unirse, pero distorsionaba y tornasolaban, sin permiso, tonos cobrizos que la confundían.

La desesperación se apoderó de ella.

Recordó el poder que pueden llegar a tener las palabras. Así que le habló desde lo más hondo de su corazón. De expectativas, de sueños, de anecdotas pasadas y momentos futuros, de lo que habían pasado juntos. De las batallas que habían resistido y de las que todavía no habían librado. Y las piezas se unieron, solas, ante su vista, encajando casi a la perfección. Se miró en el espejo incrédula y... Vio como estallaba, antes sus ojos, dejándola casi sin alma.

Lloró. Sangró. Y volvió a recogerlos todos. Tardó varios días esta vez.

Exhausta, pero sin detenerse, usó una pasta de unir, la más poderosa que conocía: los sueños. Los puso todos sobre la mesa. Si los usaba para unir el espejo, los perdería. Lo sabía bien. Pero no podía perder aquel espejo único, así que sacrificó casi todos. Las esquirlas, cada vez más pequeñas, encajaron de nuevo.

Pero al mirarse... No era más que un mosaico que reflejaba una silueta amorfa y oscura, sin saber donde acaba ella y dónde empezaban las sombras que habitan en las paredes.

No se dio por vencida. Usó fuego y rayos y lluvia, de temporal y de rocío, rayos de alba, noches en vela... Le suplicó, le rogó, lo mimó, le gritó. Usó tardes únicas, noches inolvidables, madrugadas de confidencias. La risa, la carcajada.

Ya nada reflejaba. Pero siguió intentándolo, una y otra vez, volviendo a herirse las manos sobre heridas ya abiertas. Hasta peder el último ápice de fuerza y esperanza.

Realmente, ella, lo supo desde el primer instante que tocó, por primera vez, aquel suelo de zarzas y espinas. Nunca volvería a reflejar igual. Ya no era su espejo único e irrompible de cristal templado, sino un mosaico caótico sin solución. Por mucho que desease conservarlo, distorsionaba cada vez más. Y, entonces, se le partió el corazón.

Sacó las pocas fuerzas que su Voluntad atesoraba, y lo lanzó contra la pared de realidad que tenía enfrente. Lo redujo a móleculas invisibles.

Sin decir nada. Se marchó.

martes, 18 de octubre de 2016

Palabras de Luto



Si todos los caminos llevan a Roma… ¿Como se sale de Roma?”… Así comenzaba el audio que le pasó, poco tiempo atrás, porque le recordaba a él en cada palabra. 

Resumir su historia era imposible. Describir la naturaleza o intensidad de aquel amor que se tenían era imposible. Entender aquella relación, alejada del romanticismo pero plagada de matices, era imposible… Así que le llamaron Amistad.

Ella hubiera bajado y puesto la luna a sus pies. Se hubiera enfrentado sola al mas poderoso ejército solo para protegerle e, incluso, se habría echado a los pies de los caballos si con eso le salvaba.

Llevaba ya tiempo haciéndose aquella lacerante pregunta: ¿Realmente se habrá parado a valorar lo que podría perder?. El tiempo es poderoso aliado cuando juega a tu favor, pero ni cura todas las heridas ni repara los corazones rotos. A veces, las cosas, hay que lucharlas. A veces, hay que saber ceder y hablar y poner boca arriba las cartas del ricón más escondido del alma, porque tan peligroso es jugar de farol como ir a ciegas. Y él estaba ya muy lejos de ella, a medio metro, pero terriblemente lejos. Y su alma se retorcía por dentro como se consume en la frustración el náufrago que no ve una sola gaviota.

Esperó. Espero más. Hizo acopio de toda su paciencia. Pero todo caía. Los escombros taparon el sol. Ella moría. Poco a poco. Lenta e insustancialmente. Delante de la mirada impasible de él. Su procesión iría por dentro, seguro, pero ella ya desconocía hasta eso.

Aquel día inspiró profundamente… habían superado tantas cosas… intentó algo más… y ahí estaban, aquellas palabras que se tornaron cicuta. Hubiera jurado que, por momentos, se le había parado el corazón.

Buscó y buscó, mientras el aún hablaba y entonces encontró aquella urna funeraria que encerraban los restos de lo que ya ni vibraba ni latía.

El seguía hablando. Ella lloró la muerte sin que un solo indicio de aquel desgarrador llanto se filtrase a través de la línea fría del teléfono. El entierro duró hasta que acabo aquella llamada.

Ella le habló de aquella súbita muerte. El debía de saberlo. Nunca contestó.

Parecían hechas de aire y supieron a cristales rotos. Eran mucho mas que palabras.

viernes, 15 de abril de 2016

Un café largo



El camarero sentía curiosidad por aquella mujer que entraba cada mañana, a la misma hora, desde hacía ciento treinta días. Se sentaba en el mismo taburete, en medio de la barra, apoyando su bolso sobre el asiento de al lado. Con voz queda pedía un café con leche. Se lo bebía a sorbos cortos, mientras permanecía con la vista perdida en algún punto del vacío infinito de la taza, como perdiéndose en la espuma. De tanto en tanto, de soslayo, miraba hacia la puerta.
El camarero observaba que, alguna vez cuando el bar se llenaba, algún cliente le preguntaba por el bolso sobre el asiento de al lado. Ella, mirando siempre a los ojos, pero con la voz atrapada en el pecho respondía tajante: “Está ocupado” y volvía a aquel abismo insondable de las profundidades de su pensamiento que solo ella conocía. Terminaba su café. Dejaba sobre la barra el dinero justo. Recogía el bolso. Se despedía de modo alegre, aunque un poco forzado y se iba. Y así día tras día, aquella extraña rutina.
La mañana ciento treinta y uno, algo cambió:
            - Un café largo y solo, por favor.- Pidió la mujer con suave.
            - ¿Cómo?.- Preguntó el camarero sorprendido por aquella variación.
            - Largo y solo… Como mi espera.- Explicó ella.
El camarero, con sorpresa y aún más curiosidad, se lo sirvió, aunque no se atrevió a hacerle ninguna pregunta. Se lo bebió y se marchó.
Aquella fue la última mañana que ella pisó aquel bar.

miércoles, 3 de febrero de 2016

El hombre coraza y la mujer ganzúa

Lo que pasara antes o después de esta historia, de este momento ficticio que tanta realidad encierra, es indiferente... Digamos que él la había visto antes, aunque fingió que le era nueva. Que ella le sonrió una vez y él se la devolvió. Digamos que hubo una noche, extraña en esencia, rara para ambos, en la que todo era casi perfecto en una nebulosa onírica de sudor y fuego, de arder sin quemarse. Digamos que él, entrenada aquella táctica durante años, se colocó la férrea coraza que nunca se había quitado. Digamos que ella se asomó a la ventana de sus ojos y pudo ver algo del interior que él protegía como si fuera la vida en ello. Digamos que él se llamaba Lobo y a ella la llamaban Gata, pues pretendía hacer, de sus uñas, una ganzúa.

Lobo, como el solitario llanero que podía ser, dominaba el arte del silencio. No volvió a mirar aquella díscola risa que parecía iluminar toda oscuridad. No volvió a mirar aquella parte del felino cuerpo que descubrió aquella noche. No la volvió a mirar porque no se iba a permitir ni la más mínima posibilidad de que ella llenara un espacio que él quería vacío, no fuera a ser que quisiera irse con ella al fin del mundo, cuando él quería acabar solo su viaje.

Gata sabía como hacerse de notar. Lo mismo ronroneaba, que rozaba la pierna tan sutilmente que causaba confusión sobre si había sido o no intencionado. Gata era dueña del misterio a veces y podía desaparecer durante días. No saber nada de ella. Lobo, entonces, no la recordaba. Quizá alguna vez, en algún momento de descuido, le venía a la cabeza algo y, quizá, ese recuerdo provocara una sonrisa que él tornaba, enérgico, en un gesto seco. Y, entonces, Gata aparecía. Como siempre. Como nunca. Como si el tiempo no hubiese pasado. Y le maullaba como si él le contestara. Y él buscaba cualquier escondrijo donde y no volverla a mirar nunca más.

¿No debería haber entendido ya ella que mentía cuando decía que nada le ocurría? Porque estaba claro que mentía... Sin embargo, ella, o inocente al extremo o tan traviesa como para fingir inocencia en algo tan serio, volvía y le maullaba cuando apunto estaba ya de olvidarla. A Lobo le costaba, por lo menos una luna, volver a olvidar aquella risa, aquella fuerza, aquel modo felino de mirarle, aquella boca que callaba mucho más de lo que decía, aquel mundo de sueños que la rodeaba... Aquella... Sacudía la cabeza y rugía. Rugía para sí. Se enfadaba consigo mismo, por permitírselo. ¿Por qué no se iba? Pero Gata tenía la costumbre de volver.

Digamos que a él no lo llamaban lobo, pero que era un "hombre coraza". Digamos que ella, algo felina en esencia, quería robar la ganzúa que abría la puerta prohibida. ¿Quién ganó? La luna que fue testigo de cada momento.

sábado, 16 de enero de 2016

La niña y el muchacho

La niña, de ondulados cabellos castaños y ojos vivarachos, agazapada detrás de aquella verja de madera, como cada tarde a la caída del sol, veía a aquellos dos muchachos que se sentaban, muy juntos, en el banco frente al acantilado, dónde la ola rompía la roca.

Los miraba. No había motivo. Simplemente sentía curiosidad. Aquella extraña rutina... El muchacho acariciaba el pelo de ella o lo ponía en su sitio cuando lo arremolinaba el viento de la tarde. Ella apoyaba la cabeza en su hombro. Los dos reían. Le gustaba aquella risa. Cerraba los ojos para oírla mejor. Era una risa conjunta. Como una música bonita, pero sin instrumentos. Solo risas.

Jutaban sus labios y permanecían mucho tiempo en silencio. Se miraban a los ojos. Juntaban sus labios. Se volvían a mirar... La niña se escondía mejor, como si fueran a verla los azarosos jóvenes.

Después, cuando el sol había dejado paso a la corona de la noche y, aunque ya brillaban los pimeros luceros, pero aún quedaba luz en el horizonte, los dos muchachos se iban. Cogidos de la mano. Riendo juntos. Ella apoyaba la cabeza en el brazo de él. El le acariciaba el pelo y ponía mechones en su lugar.

Después la niña se iba a casa.

Aquella tarde, la niña, hizo un mohín. Algo no funcionaba bien. No sabía muy bien que era, pero ya no se oían risas. El muchacho había aparecido solo. Se sentó en el banco, mirando al mar. Cayó la noche. Se levantó y se fue. No hubo risas.

Y así al día siguiente. Y al siguiente también. Y el tercero algo volvió a cambiar... El muchacho vino solo. Se sentó. Miró el mar durante horas. Ella no estaba por ningún lado. Pero, al reinar la luna, se oyó un incontenible llanto que partió el cielo en dos. A la niña se le llenaron los ojos de lágrimas también, como si la onda expansiva de aquel desgarrador dolor la hubiera alcanzado. No sabia cómo se había hecho daño aquel muchacho.

La niña se fue a casa. No pudo dormir. Pensaba en el dolor del muchacho.

Al día siguiente, cuando el chico, lánguido y con las ojeras del que malduerme, la esperanza que se niega a morir y es descarnada por la certeza de que, aquella tarde, ella tampoco vendría, por mucho que él la esperase. Justo antes de sentarse, la vio. A aquella menuda niña de cabellos chocolate haciendo hondas y aquellos inteligentes ojos clavados en él, con una sonrisa abierta y una bolsa de papel en la mano, agitándola al aire gesticulando para que la cogiese, el chico levantó una ceja ante la inesperada sorpresa:

- Para ti.- Aseguró la niña sonriendo más.
- ¿Para mi?.- Preguntó con desgana, tratando de que no se le quebrase la voz.- ¿Y por qué me haces un regalo?.
- Porque te has hecho daño.
- ¿Por qué crees que me he hecho daño?
- Porque lloras.- El chico enmudeció, la niña contestó resuelta,- Y cuando yo lloro, mi abuela, siempre me regala algo, me besa en la frente y me dice que al día siguiente estaré bien. Y, al día siguiente, lo estoy. Y cómo no se cómo te has hecho daño, ni cuanto te duele, pues te he traído un montón de cosas.- Acabó la niña zarandeando la bolsa de nuevo.

El muchacho se sentó y abrió la bolsa con cuidado. Miró dentro:

- Aquí no hay nada.- Concluyó tiernamente.
- ¿Cómo que no?.- Contestó indignada la niña, con ese gesto de absoluta justicia reclamando lo evidente, esa aplastante lógica que solo puede darte la inocencia, le arrebató con furia la bolsa y comenzó a fingir que sacaba cosas mientras las iba nombrando.- Esto es un pedacito de mar, por si no puedes venir, que lo lleves siempre; un frasco de viento del norte, los vientos secos son buenos para el reuma; esto es una puesta de sol, siempre conviene que haya una; esto es una estrella, pero no cualquier estrella, sino la estrella Polar... mi papá dice que si me pierdo sola en el bosque, busque esa estrella y me llevará a casa... aunque, no se muy bien para que más puede valer y aquí no hay un bosque cerca; esto es un abrazo, los abrazos de verdad, estrujando mucho, hacen sentir muy bien; esto es un beso en la frente, para que si lloras otra vez, tengas uno cerca; esto es la cola de un dragón... porque me gustan a mi; eso es polvo de hada, si te los echas en las alas, vuelas... Sí, calla, ya se que ibas a decirme, listo... Por eso traje también unas alas, para que puedas volar cuan alto quieras y sentirte libre de ir a cualquier lugar...

Y el muchacho pasó el tiempo allí, escuchando todos los regalos de la niña porque, aunque fueran invisibles, le había hecho uno de incalculable valor: Recodarle cuan necesarias y valiosas son las pequeñas cosas.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Aquellos días

Lejos quedan aquellos días...

Lejos quedan aquellos días en los que sacrificabas tus prioridades ante el altar de las ganas.

Lejanas quedan aquellas risas, aquellas cervezas de rincón con sabor a partida de billar mal jugada, aquella sinrazón exhalada en el vaho que empañaba los cristales de un coche.

Lejos quedan aquellos días en los que, un leve roce de tu dedo, erizaba toda la piel de mi espalda.

Lejos quedan aquellos días en los que mi curiosidad jugaba una partida de ajedrez con mi razón y, a la voz de "jaque mate", claudicaron todos los consejos sensatos.

Lejos quedan aquellos días en los que hacíamos malabarismos con la prisa.

Lejos quedan aquellos días... Aunque fuera ayer.