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viernes, 13 de mayo de 2016

CICATRIZ DE GUERRA

Forografía: Rubén Fabeiro Media Visual - Modelo: Cristina Martínez


CICATRIZ DE GUERRA



Vivimos en un mundo que me dice qué es bonito y qué es feo, quien triunfa y quien es absorbido por la densa oscuridad del ostracismo. Un siglo tan falto de genios y gente que los siga… Que lloren y rían con la Nela de Galdós, que sufran por el incurable amor de Cyrano, y se derritan con la España de Alberti.

Me han enseñado que tengo que usar una talla 36 con un abundante busto, a ser posible de ojos claros o, en su defecto, grandes. Que la imagen del primer vistazo es mucho más importante que tu inteligencia o tu bondad. Veo a madres, a niñas, a amigas mías… sufriendo de verdad, con dietas imposibles y defectos de un cuerpo imperfecto por naturaleza. Y ahora, los hombres también… algunos de ellos y ellas, en hospitales con enfermedades tan graves como anorexia o bulimia… y sentía una profunda rabia… hacia aquellos que permiten y juzgan en base a este canon de belleza y que son capaces de ignorar a aquella persona que no los cumple o no se esfuerza por ellos, o aun peor, se mofan y atacan con insultos tan bajos como “gorda o fea”.

Un día, cuando celebraba la vida a manos llenas… la vi por primera vez. Estaba allí, cruzando mi vientre desde la boca del estómago hasta el apéndice. Rosada oscura. Con sus 37 puntos, uno por cada primavera que he visto, con su parte final hundida por culpa de un punto mal dado… y sentí vergüenza. “Ningún hombre querrá estar ya conmigo, da asco”, me sorprendí contándole en voz baja a la del espejo. Había nacido mi primer complejo. Sin darme cuenta, todo lo que no me había minado, ni importado antes… ni los kilos de más, ni los de menos… lo conseguía una cicatriz.

En mi rabia hallé la respuesta.

Le pedí a mi mejor amigo que me hiciera una foto porque iba a subirla a las redes sociales, junto con una dedicatoria, para aquellos que vayan a juzgar mi vientre o quien soy, por una marca… así que…. En donde tú ves una cicatriz…

Yo veo una herida de guerra hecha en la arena del ludus más terrible. Con un Gladio medio desgastado y a punto de dejarme allí la sangre y el sudor, y la propia vida.

En donde tú tuerces la boca con un leve gesto de asco, yo veo un gran camino por recorrer, directo a los sueños que quedaron en suspenso cuando creí que la vida se me iba. Un camino plagado de retos, de curvas, sinuoso a veces, otras con grandes avenidas… Un camino compartido con esos amigos que se han quedado cuando todos los demás se habían ido. Un camino para disfrutarlo cada día.

Dónde tú ves una cicatriz, yo veo 37 motivos para ser feliz a manos llenas, pues no tengo mayor prueba de vida y resistencia que la cicatriz que tú prefieres que tape.

No estoy en tu canon de belleza, porque es imposible estarlo y nunca entré en el círculo de crear muñecas de plástico a toda costa. Una cicatriz que me recuerda lo absolutamente maravilloso que es vivir, porque es símbolo y estandarte de la vida que estuve a punto de perder y a la que, ahora, me aferro con más fuerza que antes, sin dejarme en el tintero algo por decir y, mucho menos, un te quiero o un te he echado de menos. Una cicatriz que me recuerda a esas cervezas pendientes de beber y las carcajadas que las acompañan.

En donde tú ves una cicatriz, mi mejor amigo, vio una imagen que captar porque la belleza siempre está en los ojos de quien la mira. Porque belleza hay hasta en la cosa más nimia, pero hay demasiados ciegos que no quieren ver, y muchos invidentes que darían, cualquier cosa, por ver mi cicatriz.

En cada pliegue de mi cicatriz hay un sueño por cumplir, un lugar que visitar, una espada levantada, un escudo reparado, una legión de amigos que me recuerda cada día que sigo viva, una esperanza, un miedo superado, una lucha para la que nadie puede estar preparado, una historia que forja quien soy… Tú ves una cicatriz y yo, en ti, veo un corazón de plástico que chirría y hace ruido.

viernes, 15 de abril de 2016

Un café largo



El camarero sentía curiosidad por aquella mujer que entraba cada mañana, a la misma hora, desde hacía ciento treinta días. Se sentaba en el mismo taburete, en medio de la barra, apoyando su bolso sobre el asiento de al lado. Con voz queda pedía un café con leche. Se lo bebía a sorbos cortos, mientras permanecía con la vista perdida en algún punto del vacío infinito de la taza, como perdiéndose en la espuma. De tanto en tanto, de soslayo, miraba hacia la puerta.
El camarero observaba que, alguna vez cuando el bar se llenaba, algún cliente le preguntaba por el bolso sobre el asiento de al lado. Ella, mirando siempre a los ojos, pero con la voz atrapada en el pecho respondía tajante: “Está ocupado” y volvía a aquel abismo insondable de las profundidades de su pensamiento que solo ella conocía. Terminaba su café. Dejaba sobre la barra el dinero justo. Recogía el bolso. Se despedía de modo alegre, aunque un poco forzado y se iba. Y así día tras día, aquella extraña rutina.
La mañana ciento treinta y uno, algo cambió:
            - Un café largo y solo, por favor.- Pidió la mujer con suave.
            - ¿Cómo?.- Preguntó el camarero sorprendido por aquella variación.
            - Largo y solo… Como mi espera.- Explicó ella.
El camarero, con sorpresa y aún más curiosidad, se lo sirvió, aunque no se atrevió a hacerle ninguna pregunta. Se lo bebió y se marchó.
Aquella fue la última mañana que ella pisó aquel bar.