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jueves, 6 de abril de 2017

Alas doradas y negras

Capítulo 1.- Alas doradas

Cuidado con lo que deseas porque... Se puede hacer realidad.
Quiso volar.

El mundo era un lugar demasiado pequeño para sus sueños. La realidad demasiado inestable para sus instantes perdidos. El sol no brillaba bajo la lluvia. El gris era un arco iris de asfalto. Las almas de plástico paseaban por los parques, dejando su sombra de astío en todos ls bancos.

Quiso volar y voló.

Allí, en mitad de la nada a la que había reducido el vacío de sus bolsillos, con las rodillas clavadas en el suelo y manos sobre el pomo de la espada, una mujer lloraba como se llora de verdad: hacia dentro. Las alas brotaron majestuosad en su espalda. Doradas. Incendiadas por el fuego del atardecer. De aquel adormidero de infelicidades seguras, tan falto de pasiones que la alimentasen.

Espada y escudo bien asidos, se elevó en vertical, alejándose de aquel cementerio de ladrillo muerto y escamas de trazos de olvido. De aquel cenagal de hipocresía pintado de espejismo.

Voló por encima de las nubes. En libertad. Con un viento a favor que engrandecía las plumas.

Entonces lo supo. Había nacido para volar y aquella, su nueva piel, era en verdad la esencia de lo que siempre había sido.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Cuidado con lo que deseas - Cap. II "El perdón"

Después de aquel No, de aquellos ojos muertos causados por ella... En plena tempestuosa batalla, llegó la más hiriente de las calmas.

Una calma silenciosa e insípida. Un velo que caía de sus ojos y le mostraba, impío, la realidad. Estaba sola, como la amapola marchita en un campo de espinas de trigo... Como el vagón oxidado en vía muerta... Rodeada de gente, pero sola.

Ángela no recordaba esta parte. Fueron mil acontecimientos que le estamparon la copa de crudeza de la que Martín siempre la había intentado proteger. Solo que Martín no estaba y, a ella, poco le importaba ya nada. Sabe que se vieron. Sabe que el corazón ya no le bailaba en la presencia de nadie. Que ningunos ojos hacían brillar los suyos. Que la más desgarradora y secreta tristeza le emanaba en cada poro de su ajada piel. Sabe que se besaron y que ese sería el último porque no se quedó. Se fue y ella ya no podía pedirle nada. Nada puedes pedir a quien te ha dado y perdido todo.

Ángela murió dos veces. La segunda fue aquel día, que buscando no se qué en su ordenador, escondida, descubrió una nota que Martín le había escrito dos meses atrás, en una necesidad de expresarse cuando no era escuchado. La leyó como quien lee la esquela del ser más querido. Con el corazón en la garganta y un alma atrapada en un puño. Con unas alas rotas y chamuscadas por el sol. Con una nostalgia insoportable. Masticó cada palabra, la tragó como una píldora que no cura. Supo de sus lágrimas, de su dolor, de su vergüenza, de su corazón roto, de no haber seguido los consejos que le daban sus amigos simplemente porque la amaba... Supo, por segunda vez, que era una asesina. Martín respiraba, pero ya no era el mismo. Ni siquiera hubiera apostado a que se recuperaría en el futuro.

La leyó una y otra vez, en distintas entonaciones, con lágrimas, y con la voz yerma, y con el timbre ronco, la tocó con las manos, la borró y no se borraba... La leyó, pero tarde. "¡Maldito destino! ¡Maldita ceguera! ¡Maldita yo!", dijo antes de esconder su cara entre las manos y llorar hasta quedarse seca. Llorar durante horas y que el agua no lavase ninguna herida.

Apeló a Dios, siendo atea, y a los astros y a las fuerzas en las que no creía y al destino y a las divinidades antiguas y a la tierra y a la mar... Solo le devolvieron un condenatorio silencio.

Volvió a las telarañas inertes de su cama. A contar los minutos que quedaban para la siguiente hora, no esperando nada más allá que el propio paso del tiempo. Volvió al teléfono que sonaba, la sobresaltaba y la posterior decepción al descubrir que nunca era él. Recargaba su e-mail cada tres minutos, aunque sabía que aquellas palabras nunca llegarían.

Hoy en día no recuerda si le envió mensajes, no cuenta cuantas veces suplicó o pidió perdón. Era incapaz de recordar aquellos días con la preclaridad que recordaba el resto de tan hermosa historia.

Todas las tempestades cesaron. No había guerra que luchar o enemigo al que combatir. Solo unos días grises y opacos. Unos ojos secos y desdibujados y una línea recta en sus labios. Ya no habia risas, ni días de Vino y Rosas. Ya no se hacían promesas de futuro y los te quiero se refugiaron en tierras más seguras, más lejanas, menos hostiles.

Cuando volvía a casa, durante dos escasos segundos, la esperanza latía en su pecho creyendo que él estaría allí, la perdonaría, la brazaría, la besaría y serían felices para siempre. Quería el cuento de hadas sin ser Maléfica. Quería su final felíz, pero con él, solo con él.

Salía de casa, junto a su mejor amiga y guardiana de sus más íntimos secretos, y recorría los bares que los habían visto acariciarse como dos adolescentes. Siempre orquestando un encuentro en su mente y la excusa que le pondría para crear casualidad dónde solo existía causalidad. De vez en cuando, veía algún amigo de Martín que pasaba a su lado fingiendo no conocerla. Ella agachaba la cabeza, culpable y avergonzada. Pero seguía buscándole. Por otros sitios, por los mismos sitios, a diferentes horas... Y Martín no estaba. A veces, cuando la ansiedad apretaba y un beso de cicuta se contenía en sus labios, se sentaba en el portal de su casa y esperaba. De vez en cuando, entraba algún vecino, nunca Martín.

Y pasaron los días... Y no se perdonó.

Y pasaron varios meses... Y su perdón no llegaba. Y le contaba su historia a desconocidos en un bar, a cualquiera que la quisiese escuchar. El escarnio público no le bastaba como castigo y ni una sola palabra mala le traía el viento de aquel que motivos sobrados tenía. Así que ella se flagelaba con látigos de palabras, pero tampoco aliviaba aquella sensación, aquel odio hacia lo que se había convertido, aquella duda sobre quien realmente era... Y siempre, durante cada instante de todo aquel tiempo, la misma frase que jamás pudo olvidar, no por lo que decía, sino por lo que realmente callaba y que ella, aunque jamás lo admitió, vió dentro de sus ojos: "¡Ojalá le miraras a mi, como me miras a él!", y tras ella, las palabras de aquella nota. Un bucle continuo que Ángela alimentaba sin ningún pudor. Quería matarse. Respirar por obligación. Dejar de sentir. Ya no soportaba más aquel dolor sin pena ni gloria.

Escribió cartas que nunca le envió. Era su último y primer pensamiento. Era su guía y su vacío más insondable. Era la colección de recuerdos que repasaba. Todo se quedó sin sentido, él se lo llevó. Había confundido Elixir con veneno suave y ese fue, con diferencia, el mayor error de toda su vida. Si pudiera escucharla....

Prefería el odio y sabía bien que, a Martín, ya no le importaba nada que tuviera que ver con el mundo del que le había echado a patadas. Pero el odio no llegó. Solo aquel silencio que la estaba dejando sorda y sin perdón

jueves, 3 de septiembre de 2015

Cuidado con lo que deseas - Cap. 1.- "Daño colateral"

Ángela se miró en los ojos de Martín que permanecían clavados sobre los suyos. Un rayo invisible la fulminó al instante. Sintió como su corazón, hecho esquirlas de añicos, se estrellaba contra el suelo de espinas. Incluso le pareció hasta haber oído aquel ensordecedor estruendo que provocó al caer. Algo dentro de ella moría para siempre, en aquel instante, al ver muertos, también, los ojos de Martín. Aquellos ojos llenos de vida y alegría de antaño, aquellos ojos oscuros en los que tantas veces se había mirado. No hicieron falta preguntas, ni palabras para saberse la asesina. Con el último hálito de fuerza que le quedaba y un valor huído en plena batalla se aventuró a decir, sin esperar recompensa alguna, en un mortecino susurro:

- Yo te quiero... Creo que aún podríamos ser felices.- No pudo seguir mirando aquellos ojos, en los que solo había muerte y oscuridad, mientras decía aquello que, aunque verdad, parecía una mentira.

El la seguía mirando, intertérrito, con aquella expresión sin expresión y aquellos ojos sin mirada:

- Hubiera dado todo lo que tengo por escuchar eso hace dos meses.- Hizo una breve pero eterna pausa.- Pero ya no.

Y se fué.

Ella lloró las lágrimas más amargas de toda su vida, dentro de aquel cuarto desolado por la quietud de la parca. El ya no secaba sus lágrimas. Fue la primera vez que le había dicho "NO"... Cuando tantas veces le había implorado, suplicado y llorado el "Sí, por favor", las mismas que ella no supo apreciar. Pero sus ojos muertos... Esos los llevaría siempre tatuados en la piel del corazón, a hierro y fuego, para no olvidar.

No olvidar que era capaz de construir, pero también era dueña de la destrucción más violenta y envenenada.

Había conocido a Martín tres años atrás... Bueno, realmente se conocían de mucho tiempo, al menos él... Pero eso forma parte de otra historia.

Lo admiró al segundo de conocerlo, lo quiso a los tres segundos y solo tardó seis en enamorarse perdidamente de él. Aún a día de hoy recuerda casi cada instante con una vividez que asusta... El primer encuentro para un café que terminó conviertiéndose en casi 24 horas juntos... Aquella admiración mutua... Las ceverzas, un cocktel extraño con demasiadas bebidas, una borrachera no buscada, la tuna que él paró bajándose de un coche en marcha porque a ella le encantaba (aunque él no las soportara), aquella noche en su casa esperando que el alcohol descendiese a un nivel moderadamente normal, el primer beso, el primer contacto de sus cuerpos desnudos... Demasiados detalles y tan pocas palabras para describirlos.

Fue como todas las historias de amor. Bueno, como todas no, pues Ángela siempre creyó haber encontrado "al hombre de su vida". Discutían como todos y se reconciliaban después. Probablemente, Martín, fue la única persona que la había amado de verdad en toda su vida. Con ese amor incondicional que no te cambia ni palidece. Con esa fuerza motriz que le da aire a tus alas. Con esa pasión desgarrada del que es capaz de dejarlo todo en pos de los pasos de la persona amada. Martin era tantas cosas... Y ella lo amó, más que a nada y durante más tiempo del que él jamás imaginó.

Podría describir con detalle la situación que atrajo al Caballo de Atila que todo lo mató. Y, probablemente, muchos lo comprenderían, e incluso justificarían y perdonarían lo que hizo. Pero, para ella, jamás fue justificación y no hay mayor carga que el perdón que uno mismo no es capaz de concederse.

Martín solo fue un daño colateral de una complicada historia de auto-destrucción, abocada al abismo. Lo utilizó, le arrancó demasiadas lágrimas, demasiado dolor, demasiadas piedras... Con cada una, ella se abría una brecha más. Pero jamás le mintió. Jamás. También era consciente de que la verdad absoluta, la sinceridad más diáfana, era arma más mortifera que una mentira elaborada. El pensó que sí le había mentido, en una cosa, en una sola. Ella le juró que no... Pero también entendió que él no la creyese nunca. Martín ya estaba herido de muerte. Y ella pasaba noches enteras llorando, que él no veía, pues no sabía salir de aquella espiral de auto-destrucción o no quería. Sentía que no moría sola, que Martín era el daño colateral que jamás tuvo que suceder. Porque si alguien en este mundo no se merecía eso, era aquel hombre que se lo había dado todo incondicionalmente, que la había intentado proteger de todo y de todos, hasta de sí misma. Aquel hombre, todo un caballero, que teniendo sobrados motivos para ello, jamás pronunció en público ninguna manchar a Angela pudiera.

Y allí, de pie, mirándose en aquellos ojos muertos comprendió lo que había hecho realmente y se odió tanto a sí misma que murió fulminada por su propio rencor.

Habían roto muchas veces antes. Pero lo que le arrancó lágrimas de sangre fue saber que aquella era la última. La definitiva. La que no ganaría. Y, lo peor de todo, ella fue la única culpable. No hacía falta que él lo dijese, ella lo vio en el abismo gris de sus ojos.

También lo amaba en ese instante. Pero eso no era nada: Había matado al hombre de su vida y ya nada volvería a ser lo mismo. Ella tampoco.