Aparecía en su mundo y... El sol se cubría con las nubes de sus ojos. Y, si había nubes, se tornaban grises. Los cirros se volvían cúmulos. El aire se impregnaba de esa fragancia de tierras fértiles en las que nunca echó raíces. Aún hoy, de vez en cuando, ese maldito "¿y si...?", la aguijoneaba en la cicatriz del miedo de su alma. Una cruz invisible sin clavo que la sangrase.
Aparecía en su mundo y no había preguntas. Ni respuestas. Ni palabra alguna que evitase el porvenir.
Aparecía en su mundo y las nubes amenazaban lluvia. Y, si ya llovía, entonces ella bailaba y reía. Como aquellos días frente al mar. Como antaño. Como cuando aprendió a fumar un cigarrillo a medias sin paraguas. Esa carcajada hacia dentro que le traía recuerdos de abrazos, de cuando el mundo se rindió bajo sus pies. Del agua rompiendo la roca, mientras él le susurraba al oído lo increíble que era haberse cruzado con ella, en mitad de aquel abismo insondable. O se callaba y se comunicaban con la mirada, a través de las profundidades su sus ojos, en grises y negro. Con un idioma hecho a medida, que solo aquellos dos habitantes de la Tierra eran capaces de comprender.
Aparecía en su mundo y estallaba la tormenta. ¡Bendita tormenta que la zarandeaba hasta ponerle del revés el corazón!. Y en su rostro se dibujaba la sonrisa que él causaba solo con acercarse. Y, si ya sonreía, entonces, reía más. O la sonrisa más abierta, brillaba con furor, ensombreciendo al sol. Eres luz e ilumunas mis sombras, le decía como si presa de un influjo irresistible, hubiera derribado todas sus murallas, dejando al desnuedo su fortaleza y su cuerpo.
Pasaban los años y seguía provocando aquella chispa eléctrica cada vez que aparecía. ¡Bendita tormenta que bien valía el vacío de la ausencia que dejaba tras de sí!
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