Ángela se miró en los ojos de Martín que permanecían clavados sobre los suyos. Un rayo invisible la fulminó al instante. Sintió como su corazón, hecho esquirlas de añicos, se estrellaba contra el suelo de espinas. Incluso le pareció hasta haber oído aquel ensordecedor estruendo que provocó al caer. Algo dentro de ella moría para siempre, en aquel instante, al ver muertos, también, los ojos de Martín. Aquellos ojos llenos de vida y alegría de antaño, aquellos ojos oscuros en los que tantas veces se había mirado. No hicieron falta preguntas, ni palabras para saberse la asesina. Con el último hálito de fuerza que le quedaba y un valor huído en plena batalla se aventuró a decir, sin esperar recompensa alguna, en un mortecino susurro:
- Yo te quiero... Creo que aún podríamos ser felices.- No pudo seguir mirando aquellos ojos, en los que solo había muerte y oscuridad, mientras decía aquello que, aunque verdad, parecía una mentira.
El la seguía mirando, intertérrito, con aquella expresión sin expresión y aquellos ojos sin mirada:
- Hubiera dado todo lo que tengo por escuchar eso hace dos meses.- Hizo una breve pero eterna pausa.- Pero ya no.
Y se fué.
Ella lloró las lágrimas más amargas de toda su vida, dentro de aquel cuarto desolado por la quietud de la parca. El ya no secaba sus lágrimas. Fue la primera vez que le había dicho "NO"... Cuando tantas veces le había implorado, suplicado y llorado el "Sí, por favor", las mismas que ella no supo apreciar. Pero sus ojos muertos... Esos los llevaría siempre tatuados en la piel del corazón, a hierro y fuego, para no olvidar.
No olvidar que era capaz de construir, pero también era dueña de la destrucción más violenta y envenenada.
Había conocido a Martín tres años atrás... Bueno, realmente se conocían de mucho tiempo, al menos él... Pero eso forma parte de otra historia.
Lo admiró al segundo de conocerlo, lo quiso a los tres segundos y solo tardó seis en enamorarse perdidamente de él. Aún a día de hoy recuerda casi cada instante con una vividez que asusta... El primer encuentro para un café que terminó conviertiéndose en casi 24 horas juntos... Aquella admiración mutua... Las ceverzas, un cocktel extraño con demasiadas bebidas, una borrachera no buscada, la tuna que él paró bajándose de un coche en marcha porque a ella le encantaba (aunque él no las soportara), aquella noche en su casa esperando que el alcohol descendiese a un nivel moderadamente normal, el primer beso, el primer contacto de sus cuerpos desnudos... Demasiados detalles y tan pocas palabras para describirlos.
Fue como todas las historias de amor. Bueno, como todas no, pues Ángela siempre creyó haber encontrado "al hombre de su vida". Discutían como todos y se reconciliaban después. Probablemente, Martín, fue la única persona que la había amado de verdad en toda su vida. Con ese amor incondicional que no te cambia ni palidece. Con esa fuerza motriz que le da aire a tus alas. Con esa pasión desgarrada del que es capaz de dejarlo todo en pos de los pasos de la persona amada. Martin era tantas cosas... Y ella lo amó, más que a nada y durante más tiempo del que él jamás imaginó.
Podría describir con detalle la situación que atrajo al Caballo de Atila que todo lo mató. Y, probablemente, muchos lo comprenderían, e incluso justificarían y perdonarían lo que hizo. Pero, para ella, jamás fue justificación y no hay mayor carga que el perdón que uno mismo no es capaz de concederse.
Martín solo fue un daño colateral de una complicada historia de auto-destrucción, abocada al abismo. Lo utilizó, le arrancó demasiadas lágrimas, demasiado dolor, demasiadas piedras... Con cada una, ella se abría una brecha más. Pero jamás le mintió. Jamás. También era consciente de que la verdad absoluta, la sinceridad más diáfana, era arma más mortifera que una mentira elaborada. El pensó que sí le había mentido, en una cosa, en una sola. Ella le juró que no... Pero también entendió que él no la creyese nunca. Martín ya estaba herido de muerte. Y ella pasaba noches enteras llorando, que él no veía, pues no sabía salir de aquella espiral de auto-destrucción o no quería. Sentía que no moría sola, que Martín era el daño colateral que jamás tuvo que suceder. Porque si alguien en este mundo no se merecía eso, era aquel hombre que se lo había dado todo incondicionalmente, que la había intentado proteger de todo y de todos, hasta de sí misma. Aquel hombre, todo un caballero, que teniendo sobrados motivos para ello, jamás pronunció en público ninguna manchar a Angela pudiera.
Y allí, de pie, mirándose en aquellos ojos muertos comprendió lo que había hecho realmente y se odió tanto a sí misma que murió fulminada por su propio rencor.
Habían roto muchas veces antes. Pero lo que le arrancó lágrimas de sangre fue saber que aquella era la última. La definitiva. La que no ganaría. Y, lo peor de todo, ella fue la única culpable. No hacía falta que él lo dijese, ella lo vio en el abismo gris de sus ojos.
También lo amaba en ese instante. Pero eso no era nada: Había matado al hombre de su vida y ya nada volvería a ser lo mismo. Ella tampoco.
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