Sentada en la playa, contaba los granos de arena, mientras los pensamientos jugaban a cara o cruz con el futuro más incierto.
El agua mojaba sus pies desnudos. Lamiendo las invisibles heridas que, el camino, había causado.
Su rostro pétreo, no mostraba expresión alguna. Sostenía una rama en su mano. Dibujaba palabras inconexas en la arena, que luego borraba el agua. "Amistad", "Lealtad", "Justicia", "Amor", "Batalla", "Honor", "Honestidad"... Utopías y no realidades. Conceptos que ya poco importaban en una realidad que no eligió.
El cielo, cada vez más endrino, amenazaba furiosa tormenta. Ni el inminente peligro, consiguió que se moviese de allí.
No sentía nada. Le habían arrancado lo que llegó a ser un día. No culpaba a nadie. No los había. La única culpa era la suya. Si las historias acaban del mismo modo y las batallas las pierdes por el mismo flanco, es que la cadena se rompe siempre por el eslabón más débil.
Ella sabía cual era. Se arrancó el corazón como el que desgaja un trozo de naranja. Metió las ruinosas cenizas que aún quedaban en aquella botella de cristal. E hizo lo único que podía hacer. Lanzarlo con fuerza contra las olas.
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