viernes, 31 de marzo de 2017

Cara y Cruz

La imagen de María JJimenez que insipiró a "La Musa de la Luna"
Me llegó como un regalo a modo de publicación en una red social y con un mensaje que decía: "Cuando eres buena eres muy buena pero cuando eres mala eres mucho mejor... -Pongamos que me llamó Eloísa- no pierdas tu esencia".

Me quedé un rato mirándolas, "una mujer sentada" las llamé huyendo de prejuicios y stereotipos de género... Pero viéndolas ahí... Dos instantes, la misma mañana y, aún así, separado por el tiempo. El angel y la diablo. "Ha conseguido captar la esencia, la jodida", me dije sin decírselo. ¿Cómo cambiar lo que era? ¿Cómo renunciar a mi esencia? ¿Y que importan los nombres en la magia de los momentos?

Pongamos que la mujer sentada sobre fondo negro, Eloísa, es el ángel. Pongamos que la mujeres retando al suelo rojo, La Ordago, es la diablo. Pero un diablo repudiado del Infierno. Nunca entendieron la ética. Y allí estaba: la cara y la cruz, la noche y el día... Eloísa y la desterrada "La Ordago".

Entonces recordó a aquel a quien quiso tanto como para no dejar de quererlo nunca. Aquel que con voz grave y rizos negros, en aquel momento, en aquella habitación, con aire preocupado y, aquella chica que bien conocía su alma, pudo atisbar hasta miedo - Fuera nevaba: "Estoy enamorado de Eloísa, no contaba con ella y puso mi mundo entero del revés, y todo lo seguro era inseguro, y todo lo malo bueno, y todo lo negro fue blanco, la niña que apaga farolas a su paso... Pero La Ordago, ésa es mi mejor amiga, la que siempre está ahí, la de la lealtad y palabra, la guerrera que no traiciona y ahora necesito a mi mejor amiga". Un precioso recuerdo. Por cierto, la tuvo (a su mejor amiga).

Eloísa es la fantasía de lo cotidiano, la pasión que vuelve los lunes en sábados, la dulzura que sale cuando no se la llama. La Ordago es la de lengua afilada y satírica, la que llamas a las tres de la mañana y acude sin pensarlo, la que protege a los suyos, a los amigos... A esa familia que se elige.

Eloísa es la de sesibilidad extrema que es capaz de tocar algunos corazones y sacar lo mejor de sí mismos, es la que te sorprende por que sí con una piruleta, la que te regala un no cumpleaños, la que sueña despierta, la que llora pero prefiere la sonrisa, la belleza de lo simple.  La Ordago es la guerrera que no teme, la que enfrenta las afrentas, la que te cubre con su escudo y sacrifica una vida, que usa su lanza contra lo injusto y miserable. La que no teme hablar y aborrece la mentira y al que miente, la que no entiende la traición y nunca se planteó olvidar una. La que cae de rodillas, sangra, llora, mira al sol y se levanta.

Es todo eso y no es nada de lo anterior. Dos caras de la misma moneda, dos gotas en medio del oceáno. Dos realidades pero un solo corazón.

Para María José (Nakarte).
Un regalo de mi musa a la tuya. 

lunes, 27 de marzo de 2017

Los cuatro elementos

Lo eran todo.

Fueron FUEGO. Aquella admiración mutua, aquel amor que se profesaban más allá de lo carnal y mundano, más allá del Parnaso de los poetas, más allá de cualquier definición que pueda encerrarse en unas letras. Y ardían en la hoguera de un abrazo de verdad, de ésos que te acarician el corazón y que se comunican en el idioma del alma. Ardían en solitario cuando sus ojos no se hallaban, sus manos no se tocaban y sus pasos no se cruzaban. Hasta que se volvían a ver y se incendiaba el aire y los espíritus primigenios bailaban sobre las brasas. Y sus ojos prendían llama. Un fuego que era acogedor como el hogar o pura devastación. Y, cuando se unían, cuando daban los mismos pasos en la misma dirección, no había lanza de poderoso ejército que contenerles pudiera. Eran uno. Latían al tiempo y el mundo se arrodillaba a sus pies. El mismo mundo que se tornaba Infierno cuando Dante no tocaba el violín y el tiempo no era un buen aliado.

Fueron AIRE. Aire fresco de primavera que renueva con risas verdaderas, de ésas que duelen. De esas que se graban. De ésas inusuales. De ésas que, cuando faltan, se echan de menos a manos llenas y saben a despensa vacía de lunes. Y, cuando a una de las partes, se le quebraban las alas, la otra parte buscaba siempre el modo de repararlas o forjar unas más grandes y fuertes. ¿De que valdría el aire si no fuera para volar? Y cuando Eolo se callaba, los dos se soplaban las velas a pulmón; viviendo cada uno su vida, pero amando sus sueños, alimentándose mutuamente. Pero, otras veces, el cielo amenazaba tempestad y el choque era tal que no se conocía ciclón peor, y las ruinas llegaban y la calma no aparecía hasta ver cenizas grises de corazones rotos. Pero siempre volvían. Se buscaban. Es una de las características del aire: Es indivisible.

Fueron TIERRA. Siempre había un lugar al que regresar. Una tierra prometida por conquistar. Cuando se apagaban todos los faros y la oscuridad cegaba a uno de los dos, el otro prendía la almenara indicando tierra a la vista. No había mejor brújula que aquel abrazo. Y, si las dos partes naufragaban, el primero que encontraba tierra rescataba al otro de su propio temporal. Siempre había un lugar que era principio y fin. La arena bajo el asfalto de la playa que conquistaron. Aquel mundo construído para ellos, en dónde no existía más distancia que la que se recorría, nunca la que separaba.

Y quizá por eso, porque lo habían sido todo. Una parte intentó dilatar el tiempo, extenderlo, alargarlo, jugarlo en su favor, pisotearlo, recomponerlo y volverlo a pisar, mientras la otra parte permanecía inmóvil. Como estátua de gesto pétreo que, con su sola sombra, causa terror. Y buscó el fuego, pero eran las cenizas. Y buscó el aire, pero era la calma absoluta. Y buscó la tierra, pero solo halló el mar. Y gritó en silencio y a pleno pulmón. Y lloró. Y rió histriónicamente. Y se mintió en la mentira de una realidad cada vez más tirana. Y trato de abrazar a aquel pequeño recuerdo... El único que conservaba con color, que no había perdido su brillo. Pero fue AGUA. Y, por mucho que quiso retenerlo, agarrarlo fuertemente... Estrujarlo por negarse a perderlo, se le escapó entre los dedos congelándole la mano. Hasta la última gota que vió difuminarse con tristeza agónica. Ya no habían preguntas, y todas las respuestas se habían fundido en una sola.

Realmente, no eran nada.

martes, 21 de marzo de 2017

Pocas caras y demasiadas caretas

"Pero eso es normal...- Dijo ella en medio de aquella conversación, con cierta profundidad, que había nacido del modo más trivial: en un encuentro fortuito.- Yo no tengo la misma cara contigo, alguien a quién aprecio, respto y admiro que la que mantengo ante el que me traiciona o rompe el corazón a sabiendas de lo que hace".

"Puede ser... El problema de verdad viene de aquellos que tienen demasiadas caras".- Aseveró él con tono jocoso, aunque matizado con ciertos tintes de dolor y amargura pasada, que aún, a veces, movían la rueda de molino.

Ella sonrió, con mirada cómplice, quizá había pasado también por abismos que nunca debieron de abrirse bajo sus pies: "No lo creo. Hay pocas caras y demsiadas caretas".

La cara es la que ríe a carcajadas, hasta las entrañas, hasta sentir dolor de la propia risa, cuando la provocas con una de tus payasadas y la misma cara de la moneda tampoco le ríe las gracias a quién no me las causa, porque nunca tuve la necesidad de aplaudir a los bufones para que me den tres cacahuetes de premio. La careta es la del bufón, la de buen cortesano, la de servil compañero al amo (no al amigo), la de firma Channel comprada en el rastro, la del bolso caro y cuna baja, la de la sobervia pintada de humildad.

La cara es la que se incendia espontáneamente cuando el enemigo de un amigo le lancea, y tu desenvainas la espada Leal, despojada de crueldad, pero tan afilada que aguijonea y traspasa armaduras, la misma cara es la que recibe la bofetada de la calumnia y, sin embargo, sonríe satisfecha de no haber puesto en venta sus principios. La careta es la que usa Judas para confundirte, cobrando siempre menos de las 13 monedas de oro, aquella que defiende pero según a quién o ante quién, careta es aquella que, cuando el viento cambia, abandona la batalla y a quién sea, con tal de salvar solo su vida (o su silla, o cualquier cosa vana y menos importante). La careta es la que finge desprecio cuando miras, pero traba alianzas a tus espaldas con los que antes te habían traicionado.

La cara es la tranquilidad que da hacer lo correcto hasta cuando no hay nadie mirando. La de la sabiduría que dan los años (y los abismos, y las caídas y el haberse levantado en cada una de ellas). La que, si tú levantas el teléfono pronunciando un "Te necesito", parará el mundo y acudirá a los confines de la tierra, por el único motivo por el que soy capaz de parar el tiempo: porque te quiero, amigo mío. La careta es cualquier excusa para no hacerlo, unas más manidas, otras muy bien construídas, otras demasiado exageradas... pero excusas todas.

Yo solo tengo estas tres caras. La careta es la que termina cayendo.


La peligrosa es la careta. La careta es la que consigue que el lobo parezca un cordero, no su piel.

miércoles, 15 de marzo de 2017

El abismo de Katrhina

Oyeron unos cascos al galope. Solo uno de los caballeros saltó raudo sobre su corcel y salió al encuentro del inesperado intruso. Ningún otro se movió, más que para observar la escena sin ánimo, sin moral... Sin ganas.

Era imponente aquel pura sangre blanco que relinchó cuando, su jinete, tensó con fuerza las bridas.

Una espada apuntaba a su garganta:

  - ¿Atravesaríais el corazón de vuestra amiga?.- Preguntó una voz femenina detrás del yelmo que le protegía y ocultaba el semblante.

Aunque hubieran pasado mil vidas reconocería aquella voz en cualquier lugar. Una de sus rodillas se clavó en tierra, al lado de la punta enterrada de su espada. Miró al suelo, con lágrimas en los ojos:

  - Katrhina...
  - ¡Levanta del suelo, Barquero! Y dadme un abrazo.- Dijo riendo la mujer, asiéndolo del brazo para levantarlo de la servil postura.

Se quitó el yelmo y sus cabellos se inflamaron como brasas encendidas con la luz del sol. Apenas pudo verla bien un instante, antes de fundirse entre sus brazos. "Te he echado de menos...", susurró el Barquero. Cuando volvieron a dividir sus corazones, dejando que la distancia los apartase lo justo para seguir tocándose, ella vio aquello en su cara... Aquel aire de preocupación que empañaba ligeramente su alegría:

  - ¿Qué ocurre?.- Interpeló la mujer atravesando sus pupilas para leer en el fondo de su alma aquello para lo que aún no se habían inventado las palabras.
  - Yo... Nosotros... Temimos perderte... Yo... Creí que nunca volvería a verte.
  - Os di mi palabra.- Aseveró ella.
  - Y no debí dudar, pero...
  - ¿Sabéis? Yo también temí perderme.

Katrhina lo miró detrás de aquel muro de sombras enigmáticas. Recordaba, quizá, todas esas noches en que la luna habían sido la única testigo, conferosa y silenciosa consejera. Pero era su amigo, le debía lealtad y respeto. Le debía una explicación.

  - Barquero, hay batallas que uno debe de librar solo. Abismos que no puedes pedir que nadie cruce por tí. Laberintos que conducen directamente a la más terrible de todas las locuras. Bandadas de carroñeras ávidas del elixir de tus ojos... Existen mundos muy oscuros.

La mujer hizo una pausa, sin dejar de mirar un punto no definido del infinito, mientrás el apretaba sus manos entre las suyas. Permanecía expectante.

  - Os pedí que esperárais por mi, a las murallas de la ciudad y no debí... Perdí mucho. Perdí mis alas. Lo perdí todo. Se apagaron todos las faros y hasta la última vela del mundo. Y cuando eso sucede, la negrura lo engulle todo. Los fantasmas ríen y te muestran la más cruel realidad... Es como si os arrrancasen el corazón aún latiendo. Y mueres... En cierto modo, cierta parte de ti... Muere. Y quieres volver, aunque sepas que ya nunca serás la misma persona, pero solo encuentras zarzales donde antes se hallaba el camino. Y se te cae a tiras la piel del alma... Y por mucho que os cuente, no hay palabra humana que pronunciada se parezca al horror que mis ojos vieron.

Una lágrima brotó de sus pardos ojos. El Barquero volvió a abrazarla:

  - No sigas. Lo he entendido. No vuelvas a irte... Nunca.
  - Nunca. Os lo prometo.- Replicó Katrhina.
  - No os contesté antes... No, no sería capaz de atravesar el corazón de una amiga.

Ella sonrió. El sol volvía a salir por el Este.

lunes, 13 de marzo de 2017

Mujeres empresarias y estereotipos "al DESNUDO"



Creo que ya es hora de que empecemos a dar un paso al frente todas nosotras, por esa igualdad de oportunidades, en contra de los estereotipos de género. Y esta es mi forma de gritarle al mundo que los prejuicios cierran mentes y abren heridas. 
Soy mujer, soy empresaria, mi nombre real es Cristina Martínez y este es mi manifiesto. Porque, ante todo, soy una persona.
Cuando la fotógrafa, referente y amiga María JJimenez (antes “Nakarte”) me propuso una sesión de “fotografía boudoir”, ni lo dudé. Fue un rotundo “Sí, quiero”. Es una de mis disciplinas fotográficas favoritas en la que, desde la más pura sensualidad, cualquier mujer puede verse bonita y especial. Y, en cada foto, hay algo de la modelo y otra parte que reside en los ojos de María José.
Cuando conté la propuesta, que tanta ilusión me había hecho, alguien me preguntó: “Siendo empresaria ¿Hacerte esa sesión y publicarla en las redes sociales, no perjudicará la imagen de tu negocio?”. Me apenó el hecho de que no me sorprendiese esa pregunta, pero no me asustó que pudiera perjudicarme y, por eso, respondí: “Pues espero que no, porque eso significaría que me están juzgando por un estereotipo de género”.
Y es a ese estereotipo al que llevo enfrentándome toda mi vida, personal y profesional. Sobre todo, en esta última, en dónde he oído, demasiadas veces, “Este es que es un mundo de hombres” y ni entiendo, ni quiero entender que significa eso de ser una de las “afortunadísimas féminas” que se mueven como pececillo en estos mundos. No sabía que tuviera que pedir permiso y, mucho menos, perdón. Y lo único que puede molestarme es que yo no cumplo, aparte de estar biológicamente preparada para procrear, ni una sola de esas reglas que son “ley” en un estereotipo, y debo de ser una persona muy afortunada, porque la inmensa mayoría de mujeres que conozco, tampoco los cumplen.
La imagen, en mi profesión actual, es esencial. Es vital. Es el primero “filtro” que pasas… O no.
Pues ahí lo tienen: su “estereotipo” al desnudo (nunca mejor dicho). 
Porque mi imagen, la de verdad, la que me da valor a mí, a mi empresa, a mis amigos, a mi familia, en resumen, a mi verdadero mundo… Son la honestidad, la auto exigencia, los objetivos, la sana competitividad, el que rendirse no sea una opción, la humildad, la lealtad, los días que exprimo al máximo, mi manera de apasionarme con tantas cosas, mi niña interior, la calidad de mis trabajos… Y, por supuesto, mis defectos. Como todos tenemos. Y ni unas ni otros necesitan de disfraces o máscaras artificiales. De postureos fingidos.
La profesionalidad no se compra en boutiques.
Si a alguien le molesta la desnudez humana lo respeto (no le pido que la mire); pero el mismo respeto exijo para mostrar la sencillez de la mía, que está muy lejos de ser frívolo exhibicionismo. Si alguien cree que por mostrar mi piel “cometo excesos impropios de una dama”, puedo responderle que nada tiene que ver, pero que también es virtud mía la discreción de mi vida privada. Porque detrás de mi piel desnuda hay tantos mundos, tantos recovecos, que se necesita mucho más que una fotografía para hacerse una idea de lo que soy o de quién puedo llegar a ser.
¿Qué si tengo miedo de lo que puede provocar esto? Ninguno. Sigo creyendo en aquello de que “cambiar el mundo, amigo Sancho, que no es locura ni utopía, sino Justicia” (El Quijote). Por eso doy un paso al frente porque, por encima de mujer, soy persona.
Y si tú ves, en esa preciosa fotografía de María José, algo más que una mujer sentada en el suelo es que no has entendido una sola palabra de mi manifiesto.
A todas las personas, sea cual sea su género, demos un paso al frente porque “igualdad es aceptar las diferencias” y yo reclamo "mi derecho a SER".
Fdo. Cristina Martínez

domingo, 5 de marzo de 2017

El tatuaje de su espalda

Lo miraba y el ansia palpitaba en sus vena, acelerando la resiración de la urgencia. La miraba y sus sentidos ardían de ganas.

¿Dónde se habían escondido todo este tiempo? ¿Qué caprichosa causalidad los había cruzado en aquel momento?

Se reían juntos y, en cada carcajada, sentía sus manos aferradas a su cintura. Para que no se fuera o para hacerla real. Pero no la soltaba, ni ella quería perder el amarre de sus dedos.

La sujetó de la nuca con suavidad y una chispa eléctrica recorrió cada uno de los poros de su piel. Se inclinó sobre ella y pudo sentir la humedad cálidad de su boca casi al alcance de sus labios. Se había caído dentro de sus ojos y pudo acariciar su alma.

Llovía. Se empapaban a cada segundo. Sin embargo, no había nada más importante que aquel beso en el que habían puesto el alma. Sus lenguas se batieron en duelo. Una danza creada por y para ellos. Seguía lloviendo y cada portal era testigo de aquel incontrolable impulso de tenerse piel contra piel.

En su casa, con locura adolescente, despojaron de la ropa empapada, aprentando sus desnudos y húmedos cuerpos. No sentían el frío, pues dentro de sus ojos residía su paraíso en llamas. Su danza de fuego. Su baile entre las sábanas.

Todos los volcanes del mundo entraron en erupción en el último arqueo de su espalda, un instante antes de caer rendida sobre su pecho.

Los dos supieron, sin necesidad de aderezo de palabrasa, que aquella no había sido una noche más. El dibujó un corazón sobre la piel desnuda de su espalda y ella llevó impreso aquel tatuaje invisible que no borró ni el impío paso del tiempo.

miércoles, 1 de marzo de 2017

La terraza donde se desconocieron

Cuando volvió a aquella terraza, ya habían vuelto los días de vino y rosas. Las carcajadas poblaban las avenidad de nuevo. Ya no habían cascotes en un corazón que ya nunca volvería a ser el mismo, aunque conservara su esencia.

Se sentó en la misma mesa, frente a su silla vacía. Pidió un cafe solo y muy amargo. Lo removió como un arraigado ritual exento de azúcar. Lo quiso así. Aquel fuerte sabor que le recordaba a la hiel que había poblado la cotidianidad de sus días convirtiéndolos en una trajicomedia de bajo presupuesto.

Sorbió el primer trago. Saboreándolo en el paladar como el más exquisito de los licores. Este era por el pasado más pasado... Nunca se había imaginado la vida sin él y no por ese romanticismo que atesoraba tan dentro de ella, sino porque aquella posibilidad nunca había existido. Más de media vida. Conocía sus secretos más íntimos. Sus miedos más desgarradores. Su mejor cara y también la peor. Su lealtad leónida hacia los suyos. La conocía tan bien que llegó a convertirse en una parte esencial de ella misma. En su compañero de equipo, en aquel faro que siempre se mantenía encendido cuando se apagaban todas las luces. En aquella brisa capaz de rescatarla del naufragio. Lo había sido todo y se jugó su suerte por él porque estaba absolutamente convencida de que él habría hecho lo mismo por ella... Sonrió al acordarse el mantra que había sido, cada día, durante un mes, después de decirle adios en aquella misma terraza "Aunque tengas que arrancarte el corazón" - Le recordaba su cabeza cada vez que el pecho ansiaba respuestas o se envenenaba de nostalgia. Eso era el pasado de antes de todo. El pasado compartido de más de media vida. Pero Pasado, al fin y al cabo.

El segundo trago fue por el pasado más reciente. Por aquel no entender que macabra broma de la vida era aquella que, cuánto más se esforzaba por acercase, más lejos la arrojaba de él. Laberintos infinitos que no llevaban a ninguna parte. Naves ardiendo en el cielo de Casiopea. Relojes de arena congelados. Una soledad absoluta rodeada de gente. "Aunque tengas que arrancarte el corazón, jamás volveras a caminar sobre las mismas espinas", era lo que se repetía una y otra vez durante un mes más. Aquel trago fue más corto, pero el más amargo de todos. Como tenía que ser. Como había sido. Como era en realidad.

El tercero lo brindó con su silla vacía. Era el que más la invitaba a brindar. Era el del día de aquella terraza donde le "desconoció". Pero también era el más duro, el que incendiaba en la garganta. El que le arrojaba la verdad escupida a la cara en forma de una realidad tirana. Podía haber hecho mil cosas para no acabar por perderla, pero escogió no hacer nada: "Espero que te haya merecido la pena de verdad", había aseverado ella ante el interrogante de la cara de él, "Sacrificar a tu mejor amiga". Tampoco hizo nada entonces. Al menos, nada que aliviase aquel innecesario dolor. Solo era un estúpido daño colateral de algo que desconocía y de lo qué cargaba una cruz a hombros que le había segado las alas y ya no recordaba ni volar. Sonrió de nuevo porque, al final, ella si pudo elegir quién quería ser e hizo lo correcto. Volvió a dormir tranquila desde aquel día. A veces, aún tenía añoranzas a modo de recuerdos traidores, pero entonces no hacía falta repetir ninguna frase. Le bastaba saber que nunca volvería a aquel punto de aquel abismo que no vio cernirse sobre ellos. Aquel aterrador miedo que le había contado y que aún parecía haberles pillado por sorpresa.

El cuarto sorbo fue de un trago. Ya no era amargo, quizá un pcoo ácido. Ya no sentía nada. Todo marchito, el Fénix había desplegado las alas. Ahora sabía quien era y eso era lo más importante. Habría dado cualquier cosa porque resultara de otro modo y, sin embargo, había sido su peor error pero también su lección de vida más importante. Ahora ya había comenzado a ganar de nuevo, ahora todo giraba en el orden correcto. Ya no se agazapaba llorando debajo de las sábanas. Ya no era necesario. Sentía una especie de extraña satisfacción hacia lo logrado sin tener que arrancarse el corazón. Todo aquello estaba muerto y había quedado atrás. El no la volvería a llamar nunca, por el motivo que fuese, y ella tampoco lo volvería a buscar jamás.

Dejó el doble del precio del café. Se levantó y no volvió más a aquel lugar en el que lo imposible se había aliado con la realidad.