jueves, 16 de julio de 2015

A mi lector más fiel: Entre líneas sin lupa.

A mi lector "más fiel", para que no tenga que leer entre líneas que le lleven a malentender los hechos. Aunque esté escrita a modo de relato, ésta SI está inspirada en tí.

Cuando ella oyó el inicio de aquella frase... Aquella primera palabra... Ya sabía como terminaría. Ya sabía que él le dedicaría un "no podemos volver a tener contacto" (extraño concepto este). Ella no dijo nada. Tampco tuvo ocasión. Aceptó la consecuencia, guardando, con llave, aquel secreto de los dos. Tragándose todas sus palabras sólo porque él le había pedido silencio y, al fin y al cabo, hasta ese instante, ante todo y sobre todo, lo había considerado su amigo. Por éso, en su caída del árbol, no dejó un rastro de desolación y cenizas. Por éso, ni se defendió de las mentiras que él diría, sobre ella y sobre lo ocurrido, para justificar lo que no tenía justificación alguna, más allá que era su verdadera esencia. Su naturaleza. Él era así.
"Nunca me eligen a mi", se quejó ella sabiéndolo perdido. En aquellos momentos en los que, su vida era una titánica tempestad contra la que lidiar, a veces, él era su tabla de salvación. Una persona con la que podía ser ella misma. Ese agua de mayo en mitad de un lacerante invierno. Se puso en su lugar, pero desde su perspectiva y llegó a una conclusión: "Si hubiera querido mantener su amistad, aunque se viera obligado a ocultarla, lo habría hecho". A ella se le ocurrían mil modos... ¿Por qué él no era capaz de escoger uno? La respuesta era sencilla: Había disfrazado de amistad lo que nunca alcanzó a serlo. Otra mentira. Otra traición... Otra más en aquel mes completo de frentes abiertos. 

Fue entonces cuando echó la vista atrás. Cuando analizó los por qués no era capaz de conservar siquiera un mínimo cristalito de amistad. Repasó toda su historia y sonrió. Era una sonrisa triste, pero sonrisa al fin y al cabo. El era otra columna que se caía carcomida. Otra equivocación. Si bien la historia era larga, su esquema era muy sencillo:

Se conocieron en un chat. Ella se enamoró de él. Él no lo sé. Se mandaban cien mensajes al día cargados de contenido, pero de palabras de aire (ella aún los guardaba en algún lugar). Llegó el día en que por fin se verían. Decepcionante el primer instante. Una noche en que se sintió más sola que nunca, en que la dejó de lado, en que prefirió estar con sus amigos a estar con ella que había viajado quinientos kilómetros, solo para poder mirarlo a los ojos. Ella esperó la intimidad, creyó que ésta cambiaría la situación. No lo hizo, el alcohol en la sangre jugó sus cartas y, el amanecer, la encontró llorando, agazapada y abrazada a una almohada que poco consolaba. El regreso. El echarle de menos sin sentido. La promesa que le hizo de ir a verla. La excusa barata que le puso el día de antes. Aquella mentira mal diseñada que olía a fallas de Valencia. Aquel tonto error de no bloquear el móvil, tras mentirle, y escuchar una conversación entera en el interior de un coche, en la que fue una mera espectadora de la mentira que le había echado unos minutos atrás.

Desapareció tiempo después. Pasó bastante, pero volvió. Ella le perdonó. Después, sin que hiciera mucho por ganárselo, le consideró un amigo. ¿Lo demás que pasara? Meros adornos a una amistad que ella valoraba.

Una nueva traición doble, a ella por no mantener su amistad y las mentiras que su boca debió de proferir para que no imaginasen la realidad. 

No hizo nada. Pero sabía bien que el fin de la batalla de aquellos meses había llegado con aquella "última anécdota". Había cambiado. Todo el mundo lo veía. ¿Por qué tener consideración o respeto por aquellos que no habían valorado jamás ninguna de las cosas que había hecho ella? Y fue con esa última anécdota cuando el Fénix renació, pero esta vez con un fuego negro como estandarte.

El siguió haciéndose notar. Siguió entrando en su blog, casi cada día. Incluso varias veces. En un primer momento, pensó que la ecahaba de menos o bien que sufría el implacable látigo de la culpabilidad. O que trataba de encontrar el modo de no cortar el hilo y no sabía como. Trató de justificar lo que no entendía. Entonces, un aguijón en forma de comentario. Un dardo que no hizo diana, pero cuyo veneno se hizo notar. Otra decepción. La verdad, cada vez, más diáfana. Una advertencia. El Fénix Negro habló entonces.

¡Ya está bien! Fue lo último que le oyeron decir a aquel corazón muerto y sustituido por otro lleno de verdades.

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