"Seríais muy felices juntos", dijo aquella mujer convencida de aquella gran verdad. "En un mundo perfecto, seguramente", respondió ella con una lánguida sonrisa que callaba mucho más de lo que debiera.
En un mundo perfecto saltarían sobre los charcos en la acera, jugarían con las ojas ocres del otoño lanzándolas contra el viento, harían rebotar las piedras sobre la superficie del agua. Serían dos niños locos ávidos de vivir.
En un mundo perfecto se pasarían notas bajo la mesa, compartirían una cerveza a medias. Se reirían de todo, incluídos ellos mismos. Bailarían agarrados bajo las farolas. Escribirían, con una llave, sus iniciales, una junto a otra, sobre la madera de cualquier banco. Harían suyos los sitios donde estuviesen. Florecerían cascadas de mariposas en el pecho de ambos, cada vez que estuvieran cerca.
En un mundo perfecto, él pondría todas las naves rumbo de vuelta a Ítaca y ella dejaría de bordar colchas esperando su regreso. Se abrazarían acurrucados al filo de la media noche. Ella dejaría de inventarse mentiras amables que hiciesen más fácil no soñarle despierta. Él le diría abiertamente que aquella adicción no tiene cura ni solución, que sus besos contienen demasiada energía para que uno solo se le caiga de sus labios, que él los recogería todos. Ella pasaría los dedos causando aquel escalofrío instántaneo. El provocaría sus carcajadas cada vez que el ingenio se lo permitiese. Ella sería el café expreso, él la infusión de melisa. Encenderían velas juntos alrededor de aquella cotidiana cena. Ella le regalaría todas las estrellas de mar, él le recitaría versos de amor. Serían dos locos enamorados que a nadie tienen que pedir permiso ni perdón.
El la cogería de la mano para explorar juntos el camino de baldosas amarillas. Ella no negaría verdades como puños. Él no le robaría minutos a la prisa. Ella le haría, cada día un regalo, porque sí, sin fechas señaladas en las que la obligación mediase. El apoyaría su cabeza sobre sus senos para oír su propio corazón sonando en estéreo. Ella le recosería sus alas maltrechas y lamería sus heridas. El dejaría de ser un funambulista ciego a merced de los vientos. Ella abriría la caja de Pandora, sin miedo a perder. El descubriría el brillo de la luna tras sus caderas. Ella se columpiaría en uno de sus rizos. El encendería el fuego que arde sin quemar. Ella y él se dirían tantas cosas, se besarían tantas veces, se amarían durante tantas madrugadas, se harían el amor a cada segundo...
En un mundo perfecto serían felices. En este trivial y mundono, simplemente, son.
Blog sobre Literatura, Guion y novedades de la escritora Eloisa Lua (pseudónimo)
miércoles, 22 de julio de 2015
jueves, 16 de julio de 2015
A mi lector más fiel: Entre líneas sin lupa.
A mi lector "más fiel", para que no tenga que leer entre líneas que le lleven a malentender los hechos. Aunque esté escrita a modo de relato, ésta SI está inspirada en tí.
Cuando ella oyó el inicio de aquella frase... Aquella primera palabra... Ya sabía como terminaría. Ya sabía que él le dedicaría un "no podemos volver a tener contacto" (extraño concepto este). Ella no dijo nada. Tampco tuvo ocasión. Aceptó la consecuencia, guardando, con llave, aquel secreto de los dos. Tragándose todas sus palabras sólo porque él le había pedido silencio y, al fin y al cabo, hasta ese instante, ante todo y sobre todo, lo había considerado su amigo. Por éso, en su caída del árbol, no dejó un rastro de desolación y cenizas. Por éso, ni se defendió de las mentiras que él diría, sobre ella y sobre lo ocurrido, para justificar lo que no tenía justificación alguna, más allá que era su verdadera esencia. Su naturaleza. Él era así.
"Nunca me eligen a mi", se quejó ella sabiéndolo perdido. En aquellos momentos en los que, su vida era una titánica tempestad contra la que lidiar, a veces, él era su tabla de salvación. Una persona con la que podía ser ella misma. Ese agua de mayo en mitad de un lacerante invierno. Se puso en su lugar, pero desde su perspectiva y llegó a una conclusión: "Si hubiera querido mantener su amistad, aunque se viera obligado a ocultarla, lo habría hecho". A ella se le ocurrían mil modos... ¿Por qué él no era capaz de escoger uno? La respuesta era sencilla: Había disfrazado de amistad lo que nunca alcanzó a serlo. Otra mentira. Otra traición... Otra más en aquel mes completo de frentes abiertos.
Fue entonces cuando echó la vista atrás. Cuando analizó los por qués no era capaz de conservar siquiera un mínimo cristalito de amistad. Repasó toda su historia y sonrió. Era una sonrisa triste, pero sonrisa al fin y al cabo. El era otra columna que se caía carcomida. Otra equivocación. Si bien la historia era larga, su esquema era muy sencillo:
Se conocieron en un chat. Ella se enamoró de él. Él no lo sé. Se mandaban cien mensajes al día cargados de contenido, pero de palabras de aire (ella aún los guardaba en algún lugar). Llegó el día en que por fin se verían. Decepcionante el primer instante. Una noche en que se sintió más sola que nunca, en que la dejó de lado, en que prefirió estar con sus amigos a estar con ella que había viajado quinientos kilómetros, solo para poder mirarlo a los ojos. Ella esperó la intimidad, creyó que ésta cambiaría la situación. No lo hizo, el alcohol en la sangre jugó sus cartas y, el amanecer, la encontró llorando, agazapada y abrazada a una almohada que poco consolaba. El regreso. El echarle de menos sin sentido. La promesa que le hizo de ir a verla. La excusa barata que le puso el día de antes. Aquella mentira mal diseñada que olía a fallas de Valencia. Aquel tonto error de no bloquear el móvil, tras mentirle, y escuchar una conversación entera en el interior de un coche, en la que fue una mera espectadora de la mentira que le había echado unos minutos atrás.
Desapareció tiempo después. Pasó bastante, pero volvió. Ella le perdonó. Después, sin que hiciera mucho por ganárselo, le consideró un amigo. ¿Lo demás que pasara? Meros adornos a una amistad que ella valoraba.
Una nueva traición doble, a ella por no mantener su amistad y las mentiras que su boca debió de proferir para que no imaginasen la realidad.
No hizo nada. Pero sabía bien que el fin de la batalla de aquellos meses había llegado con aquella "última anécdota". Había cambiado. Todo el mundo lo veía. ¿Por qué tener consideración o respeto por aquellos que no habían valorado jamás ninguna de las cosas que había hecho ella? Y fue con esa última anécdota cuando el Fénix renació, pero esta vez con un fuego negro como estandarte.
El siguió haciéndose notar. Siguió entrando en su blog, casi cada día. Incluso varias veces. En un primer momento, pensó que la ecahaba de menos o bien que sufría el implacable látigo de la culpabilidad. O que trataba de encontrar el modo de no cortar el hilo y no sabía como. Trató de justificar lo que no entendía. Entonces, un aguijón en forma de comentario. Un dardo que no hizo diana, pero cuyo veneno se hizo notar. Otra decepción. La verdad, cada vez, más diáfana. Una advertencia. El Fénix Negro habló entonces.
¡Ya está bien! Fue lo último que le oyeron decir a aquel corazón muerto y sustituido por otro lleno de verdades.
lunes, 13 de julio de 2015
La ola y la roca
ÉL, como una roca firme e inhiesta. Vigía incansable de los cambios del tiempo. Guardando, en su interior, todo lo que le era vedado al mundo. Encerrado cualquier resquicio de su debilidad. Con autocontrol férreo para soportar los desmanes de la vida.
Ella como una ola. Agua fresca de mayo con cresta de nieve. Dedos fríos que envuelven con su caricia. Era calma y tempestad. Pura energía, hija de Eolo, coronada Reina por Neptuno. Acostumbrada a la vanguardia. Al choque. Al jaque mate.
Cayó sobre él con toda su fuerza. Volviendo su mundo del revés. Poniendo a prueba su pétrea realidad. Empapándolo de sueños. Llevándose el desaliento. Trayéndole la agitación y los sueños y la vida y la sed y el placer y el deseo y la pasión y el musgo fresco y el verano suave y las metas olvidadas y aquel "no te quiero querer". Pero EL acostumbraba a no ceder y ELLA no sabía perder.
Tempestad. Calma. Y otra vez la tempestad. Sus dedos tratando de encontrar la rendija exacta por la que minar aquella fortaleza de piedra. EL sin retroceder ni un milímetro. Estalló la más dulce y apasionada de las guerras. La más terrible y ávida de victoria. La más encarnizada lucha, ella por colarse dentro de él y él por seguir siendo la roca estoica que no cede al embrujo del mar.
Le embistió una y otra vez. Con toda su furia arremolinada de sentimientos contrapuestos. De un quiero sin puedo. De una playa sin arena. De un paraíso con días de lluvia. El no cedía. Ella no se rendía. Pasaron los meses. Y la roca no se rompía, mojando las ganas de estallar en la desvaída luz de aquel ocaso. La ola se retiró a costas tranquilas.
Le acariciaba con sus dedos. Siempre pendiente. Pero debilitada ya la tempestad de dos corazones destinados a fracasar en una realidad kafkiana. EL soñaba, a veces, con un mundo perfecto en que la tenía desnuda sobre él, fresca como el olor a lluvia. ELLA fantaseaba, a veces, con lo que pudo haber sido y jamás sería, con aquel sabor que tuvo en la punta de sus labios. Siempre juntos. Siempre lejos.
Un día, para sorpresa de la ola y la roca, aquella rendija cedió en un gemido. La piedrá estalló por su punto más débil. Por aquellas ganas reprimidas de los dos. La ola cayó sobre él refrescando aquella tediosa mañana. Estuvo dentro. Vio la piel que protegía. Cálida y húmeda a su contacto.
Ganaron los dos.
Ella como una ola. Agua fresca de mayo con cresta de nieve. Dedos fríos que envuelven con su caricia. Era calma y tempestad. Pura energía, hija de Eolo, coronada Reina por Neptuno. Acostumbrada a la vanguardia. Al choque. Al jaque mate.
Cayó sobre él con toda su fuerza. Volviendo su mundo del revés. Poniendo a prueba su pétrea realidad. Empapándolo de sueños. Llevándose el desaliento. Trayéndole la agitación y los sueños y la vida y la sed y el placer y el deseo y la pasión y el musgo fresco y el verano suave y las metas olvidadas y aquel "no te quiero querer". Pero EL acostumbraba a no ceder y ELLA no sabía perder.
Tempestad. Calma. Y otra vez la tempestad. Sus dedos tratando de encontrar la rendija exacta por la que minar aquella fortaleza de piedra. EL sin retroceder ni un milímetro. Estalló la más dulce y apasionada de las guerras. La más terrible y ávida de victoria. La más encarnizada lucha, ella por colarse dentro de él y él por seguir siendo la roca estoica que no cede al embrujo del mar.
Le embistió una y otra vez. Con toda su furia arremolinada de sentimientos contrapuestos. De un quiero sin puedo. De una playa sin arena. De un paraíso con días de lluvia. El no cedía. Ella no se rendía. Pasaron los meses. Y la roca no se rompía, mojando las ganas de estallar en la desvaída luz de aquel ocaso. La ola se retiró a costas tranquilas.
Le acariciaba con sus dedos. Siempre pendiente. Pero debilitada ya la tempestad de dos corazones destinados a fracasar en una realidad kafkiana. EL soñaba, a veces, con un mundo perfecto en que la tenía desnuda sobre él, fresca como el olor a lluvia. ELLA fantaseaba, a veces, con lo que pudo haber sido y jamás sería, con aquel sabor que tuvo en la punta de sus labios. Siempre juntos. Siempre lejos.
Un día, para sorpresa de la ola y la roca, aquella rendija cedió en un gemido. La piedrá estalló por su punto más débil. Por aquellas ganas reprimidas de los dos. La ola cayó sobre él refrescando aquella tediosa mañana. Estuvo dentro. Vio la piel que protegía. Cálida y húmeda a su contacto.
Ganaron los dos.
jueves, 2 de julio de 2015
Noche de San Juan
Prendieron, en su piel, todas las hogueras de San Juan. La noche selló, con su manto de misterio, aquella habitación en donde estaban los dos, tan lejos del mundanal ruido.
La yema de los dedos de ella buscaba carreteras secundarias que recordaba vivídamente aún en sus sueños. Él sucumbió al deseo contenido en aquella botella de cristal que, una vez, arrojaron juntos contra las rocas de aquella playa.
El mar cobró vida en sus pupilas, amenazando temporal.
Los dos cuerpos se vistieron con un fino manto de sudor y saliva compartidos. Él se resistía a lo prohibido... Pero le resultaba tan excitante...
Ella, cual Fénix, se mostró ante él, en todo su esplendor. sin más vestido que su piel desnuda.
Hasta ahora, ella siempre fue... Un cuerpo inaccesible. Un momento secreto. Un sueño alentador en las noches de tormenta. Un remolino que todo lo volvía del revés. Una ola que arrastraba, con su caricia, todas las conchas de su quimérica playa. Pero también era calma y paz, capaz de anular cualquier estímulo que no proviniese de aquel cuerpo de mujer.
Los rescoldos de un pasado, no tan lejano, comenzaron a calentar dos corazones ávidos el uno del otro. Un abrazo, casi eterno, avivó la llama que nunca se atrevieron a apagar del todo. Cassandra repitiendo una profecía olvidada. Un "no quiero querer" que se hace añicos contra aquel traidor beso. Unas manos que, a tientas, no quierer querer buscar. Otro abrazo que funde, en una sola, la desnudez de dos almas rodeadas ya de las llamas, que ardían sin quemar. Casi todo el tiempo del mundo para aquella fantasía hecha realidad.
Ella lo había soñado más de una vez, todas diferentes, pero la misma hoguera. Probablemente él, en su silencio, también la soñaba a veces. Pero la realidad prendió todas las mechas y la tentación se hizo mujer.
Y, al fin, la danza del fuego, cuerpo contra cuerpo, en aquella noche de pecados prohibidos, aunque largo tiempo deseados. Por fín, ardió en toda su magnificencia la Hoguera de San Juan.
Aunque no fuera de noche. Aunque no ocurriese en San Juan.
La yema de los dedos de ella buscaba carreteras secundarias que recordaba vivídamente aún en sus sueños. Él sucumbió al deseo contenido en aquella botella de cristal que, una vez, arrojaron juntos contra las rocas de aquella playa.
El mar cobró vida en sus pupilas, amenazando temporal.
Los dos cuerpos se vistieron con un fino manto de sudor y saliva compartidos. Él se resistía a lo prohibido... Pero le resultaba tan excitante...
Ella, cual Fénix, se mostró ante él, en todo su esplendor. sin más vestido que su piel desnuda.
Hasta ahora, ella siempre fue... Un cuerpo inaccesible. Un momento secreto. Un sueño alentador en las noches de tormenta. Un remolino que todo lo volvía del revés. Una ola que arrastraba, con su caricia, todas las conchas de su quimérica playa. Pero también era calma y paz, capaz de anular cualquier estímulo que no proviniese de aquel cuerpo de mujer.
Los rescoldos de un pasado, no tan lejano, comenzaron a calentar dos corazones ávidos el uno del otro. Un abrazo, casi eterno, avivó la llama que nunca se atrevieron a apagar del todo. Cassandra repitiendo una profecía olvidada. Un "no quiero querer" que se hace añicos contra aquel traidor beso. Unas manos que, a tientas, no quierer querer buscar. Otro abrazo que funde, en una sola, la desnudez de dos almas rodeadas ya de las llamas, que ardían sin quemar. Casi todo el tiempo del mundo para aquella fantasía hecha realidad.
Ella lo había soñado más de una vez, todas diferentes, pero la misma hoguera. Probablemente él, en su silencio, también la soñaba a veces. Pero la realidad prendió todas las mechas y la tentación se hizo mujer.
Y, al fin, la danza del fuego, cuerpo contra cuerpo, en aquella noche de pecados prohibidos, aunque largo tiempo deseados. Por fín, ardió en toda su magnificencia la Hoguera de San Juan.
Aunque no fuera de noche. Aunque no ocurriese en San Juan.
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