Hay que haber caminado por el infierno para hablar del fuego.
Rosabel se levantó en medio de aquel basto terreno, en mitad de una desoladora nada. En la línea que divide la devastación del vergel.
Aún tenía sangre seca alrededor de sus heridas cerradas. Cicatrices que hablaban de terrores pasados, de cárceles oscuras como el infinito, de corazones hechos zarzales, de arenas movedizas camufladas bajo el camino. Heridas del paso del tiempo y las experiencias. Situaciones demoledoras.
Miraba para atrás recordando aquel infierno, en dónde la mentira siempre ganaba el juego con dados trucados. Las hogueras en las que fue quemada sin juicios, pero con demasiados jueces. Los restos del naufragio de sus alas muertas, putrefactas y olvidadas en una carretera que no llevaba a ninguna parte. De la soledad, como gota malaya que perfora el cráneo. De aquella falta de oxígeno con exceso de hollín que tapó el sol. Que casi le arranca la vida.
"Hay cosas peores que la muerte" - Pensó mientras se levantaba del suelo.
Se sacudió los últimos restos de cenizas y desplegó sus alas incendiadas, como un fénix más conocido por su fortaleza que por su belleza.
Tenía fuego en la sangre. Podía hablar del Infierno y también del paraíso, pues había conocido ambos extremos.
Para unos, una bruja difícil de destruir. Para otros, una guerrera casi imbatible. Ambas sustentadas bajo la misma ilusión: siempre remontaba de las cenizas. Siempre encontraba la salida en el laberinto del Infierno.
Rosabel, sólo era simplemente ella misma. Ella sabía del fuego y pendía en llama. Todo lo demás era pasado o futuro y, por tanto, inútil.