sábado, 23 de junio de 2018

Que lo limpie el Fuego


Hacía dos años. Setecientos días y un mes. Una condena que nadie previó. La crónica de una muerte anunciada que ninguno supo sortear.
Setecientos días de daños colaterales, de metralla absurda en el corazón, de preguntas como puñales sin respuestas que los esquivasen. Setecientas lunas, ni una más ni una menos, de recuerdos anudados en lo más profundo del SER. De añoranzas y rencores. De deseos y frustraciones. De intentos fallidos y sirenas de bombardeos inminentes.
Primero fueron las promesas, ya no sabría decir si banales o verdaderas. Seguidamente el miedo a que el camino se torciese, y quedase atrapada en las arenas movedizas, que tanto terror le causaban, porque perderle era perderse también a sí misma. Después la tranquilidad de haberse reconstruido de otras guerras. De nuevo, las ganas de luchar y bajarle la luna si soñaba con ella. De cazar dragones si era lo que anhelaba.
En su espera, ya no sentiría la mordedura de las hienas con sus sardónicas sonrisas. Se había levantado con titánica fuerza. Pronto, la lealtad, curaría heridas y calmaría cicatrices. La risa colorearía las avenidas y los fantasmas serían desterrados al infierno, que ellos mismos habían creado.
Cómo el Fénix se irguió, porque podría fallar a todos... Pero a él no.
Y, sin explicación que aliviase el profundo dolor que fingía no sentir, todo se volvió del revés. Cada virtud fue un defecto. Cada promesa, un calvario. Cada duda, una penitencia. Cada abrazo, un impuesto a pagar en sangre... Y así, sin verla venir, llegó la más cruenta de las guerras. La última, acabará como acabase... Si conseguía sobreponerse, sería la última.
Setecientos días de paciencia autoimpuesta. De irse, pero sin irse del todo.
Aquel día no había perdido la esperanza, sino la fe. Cogió una caja vieja de zapatos. Fue depositando, uno a uno, cada recuerdo. Las cartas, las conversaciones, las fotografías, los momentos compartidos, las servilletas, los relatos y poemas... Ya no esperaba nada de nadie, salvo de ella misma. Ahora que volvía a ser más ELLA que nunca. Ahora que, por encima de las heridas, aún sin cerrar, y de todas las cicatrices, se alzaba la esencia de lo que era.
Frente a la hoguera pagana del solsticio de verano, lanzó la caja con todas las fuerzas que pudo, mientras exclamaba a los vientos: ¡Que lo limpie el Fuego!