Si existe un color característico de la historia que compartieron era, sin duda, el verde y su amplia gama de tonalidades.
Verdes fue aquella primera esperanza al conocerse. Al pensar que siendo tan distintos podían ser tan iguales. Ella lucía en su estandarte el brocado de la sinceridad y El acostumbraba a decir siempre la verdad. Entre verde y rojo aquellos primeros juegos cómplices que iban de las dobles intenciones a las ganas más intensas.
Verdes los paños que habían compartido. Las horas alrededor de una mesa que despistaba al tiempo. Las risas que inundaban de azucenas el aire. Los susurros y el reto. Las apuestas en las que, hasta cuando se pierde, uno gana.
Aquellas sinuosas carreteras, custodiadas por abetos verdes, en las que adoraba conducir. Escuchando a su grupo preferido: "Esta es tú noche y la mía", dijo El añadiendo banda sonora a cada capítulo del libro de su historia.
Verde era la Ciudad Esmeralda y su camino de baldosas amarillas cuando el sol le regalaba una caricia o un como estás o un te quiero a media tarde. También verdes y horrendos los fantasmas que habitaban en algunas paredes. O las serpientes que se anudaban en sus pies.
Guerra. Fuego cruzado. Fuego amigo. Sangre. Humo. Vísceras sangrantes. Corazones abiertos. Sin oxígeno y a pulmón.
Silencio.
Gris. Volvió el anodino gris plomizo que pesaba en los pulmones. Ella se apagó.
Silencio.
Aquella mañana era diferente. Hacía ya algún tiempo que el color llenaba su vida y los amaneceres la llenaban de luz. Los tapetes y las trizas ahora eran azules. Hasta la ironía de la vida tenía otro color. Estaba de espaldas, envuelta en risa, cuando aquella voz destacó por encima de las demás. No por la intensidad, sino por el tono que hubiera reconocido en cualquier lugar. Luego aquel reflejo en el cristal.
Silenció. El se fue. Silencio.
Ella no sintió nada, siquiera la necesidad de volverse. Cuando acabó la consersación, volvió a pisar las aceras dibujando arco iris en el asfalto. El verde no era más que un color.