domingo, 7 de mayo de 2017

Cristal templado


La muchacha miró aquel desastre con aparente gesto contrariado. Incrédula. Paralizada. Como si se hubiera vuelto roca en el mismo instante en el que, aquel espejo, tocó el suelo.

Le habían prometido estar hecho de un extraño cristal templado, irrompible. Con una nitidez de imagen indeleble, ni por el impío paso de los años. Aquel espejo que valía tanto para mirarse en él como a través de él.

Y allí estaba, esparcido por en suelo. Salpicando de esquirlas sus pies. Invadiendo el espacio y el tiempo. Succionando el aire hasta ahogarla. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo vería? La había dejado ciega.

Tras la primera impresión, se agachó resuelta a recogerlo. Cada uno de los trozos, algunos casi invisibles, le laceraron las manos sin poder detenerla.

Los tenía todos y, sin embargo, no encajaban. Como un puzzle sin solución. Como una tarde de verano gris. Como un otoño sin lluvia. Como el vacío sin materia.

Lloró. Y trató de pegarlo con aquellas lágrimas. En cada junta, en cada pequeño cristal. Pero distorsionaba la imagen. Se parecía, pero no reflejaba lo mismo. Cayó otra lágrima y lo volvió a quebrar más todavía.

Se le detuvo el corazón un segundo eterno.

Miró sus sangrantes manos. No era la primera vez que sangraba, pero era la única sin sentido. La usó para pegarlo. Quizá cambiara el color, pero tenía que recuperarlo como sea porque aquel espejo era único, de valor incalculable, más allá de todo precio. Las piezas volvieron a unirse, pero distorsionaba y tornasolaban, sin permiso, tonos cobrizos que la confundían.

La desesperación se apoderó de ella.

Recordó el poder que pueden llegar a tener las palabras. Así que le habló desde lo más hondo de su corazón. De expectativas, de sueños, de anecdotas pasadas y momentos futuros, de lo que habían pasado juntos. De las batallas que habían resistido y de las que todavía no habían librado. Y las piezas se unieron, solas, ante su vista, encajando casi a la perfección. Se miró en el espejo incrédula y... Vio como estallaba, antes sus ojos, dejándola casi sin alma.

Lloró. Sangró. Y volvió a recogerlos todos. Tardó varios días esta vez.

Exhausta, pero sin detenerse, usó una pasta de unir, la más poderosa que conocía: los sueños. Los puso todos sobre la mesa. Si los usaba para unir el espejo, los perdería. Lo sabía bien. Pero no podía perder aquel espejo único, así que sacrificó casi todos. Las esquirlas, cada vez más pequeñas, encajaron de nuevo.

Pero al mirarse... No era más que un mosaico que reflejaba una silueta amorfa y oscura, sin saber donde acaba ella y dónde empezaban las sombras que habitan en las paredes.

No se dio por vencida. Usó fuego y rayos y lluvia, de temporal y de rocío, rayos de alba, noches en vela... Le suplicó, le rogó, lo mimó, le gritó. Usó tardes únicas, noches inolvidables, madrugadas de confidencias. La risa, la carcajada.

Ya nada reflejaba. Pero siguió intentándolo, una y otra vez, volviendo a herirse las manos sobre heridas ya abiertas. Hasta peder el último ápice de fuerza y esperanza.

Realmente, ella, lo supo desde el primer instante que tocó, por primera vez, aquel suelo de zarzas y espinas. Nunca volvería a reflejar igual. Ya no era su espejo único e irrompible de cristal templado, sino un mosaico caótico sin solución. Por mucho que desease conservarlo, distorsionaba cada vez más. Y, entonces, se le partió el corazón.

Sacó las pocas fuerzas que su Voluntad atesoraba, y lo lanzó contra la pared de realidad que tenía enfrente. Lo redujo a móleculas invisibles.

Sin decir nada. Se marchó.