El camarero
sentía curiosidad por aquella mujer que entraba cada mañana, a la misma hora,
desde hacía ciento treinta días. Se sentaba en el mismo taburete, en medio de
la barra, apoyando su bolso sobre el asiento de al lado. Con voz queda pedía un
café con leche. Se lo bebía a sorbos cortos, mientras permanecía con la vista
perdida en algún punto del vacío infinito de la taza, como perdiéndose en la
espuma. De tanto en tanto, de soslayo, miraba hacia la puerta.
El camarero
observaba que, alguna vez cuando el bar se llenaba, algún cliente le preguntaba
por el bolso sobre el asiento de al lado. Ella, mirando siempre a los ojos,
pero con la voz atrapada en el pecho respondía tajante: “Está ocupado” y volvía
a aquel abismo insondable de las profundidades de su pensamiento que solo ella
conocía. Terminaba su café. Dejaba sobre la barra el dinero justo. Recogía el
bolso. Se despedía de modo alegre, aunque un poco forzado y se iba. Y así día
tras día, aquella extraña rutina.
La mañana
ciento treinta y uno, algo cambió:
- Un café largo y solo, por favor.-
Pidió la mujer con suave.
- ¿Cómo?.- Preguntó el camarero
sorprendido por aquella variación.
- Largo y solo… Como mi espera.-
Explicó ella.
El camarero,
con sorpresa y aún más curiosidad, se lo sirvió, aunque no se atrevió a hacerle
ninguna pregunta. Se lo bebió y se marchó.
Aquella fue
la última mañana que ella pisó aquel bar.