viernes, 15 de abril de 2016

Un café largo



El camarero sentía curiosidad por aquella mujer que entraba cada mañana, a la misma hora, desde hacía ciento treinta días. Se sentaba en el mismo taburete, en medio de la barra, apoyando su bolso sobre el asiento de al lado. Con voz queda pedía un café con leche. Se lo bebía a sorbos cortos, mientras permanecía con la vista perdida en algún punto del vacío infinito de la taza, como perdiéndose en la espuma. De tanto en tanto, de soslayo, miraba hacia la puerta.
El camarero observaba que, alguna vez cuando el bar se llenaba, algún cliente le preguntaba por el bolso sobre el asiento de al lado. Ella, mirando siempre a los ojos, pero con la voz atrapada en el pecho respondía tajante: “Está ocupado” y volvía a aquel abismo insondable de las profundidades de su pensamiento que solo ella conocía. Terminaba su café. Dejaba sobre la barra el dinero justo. Recogía el bolso. Se despedía de modo alegre, aunque un poco forzado y se iba. Y así día tras día, aquella extraña rutina.
La mañana ciento treinta y uno, algo cambió:
            - Un café largo y solo, por favor.- Pidió la mujer con suave.
            - ¿Cómo?.- Preguntó el camarero sorprendido por aquella variación.
            - Largo y solo… Como mi espera.- Explicó ella.
El camarero, con sorpresa y aún más curiosidad, se lo sirvió, aunque no se atrevió a hacerle ninguna pregunta. Se lo bebió y se marchó.
Aquella fue la última mañana que ella pisó aquel bar.