Llovía. Una de esas lluvias de finas gotas que calan hasta los huesos. Ella cargada de bolsas y sin paraguas, sorteando peatones que sí los llevaban.
Un mechón rebelde y mojado le hizo girar la cabeza. Y, sin poder esquivarla, una gran mordedura en el centro de su prisa.
Su sonrisa eterna se desdibujó en una delgada línea recta y sus ojos, puras llamas, tomaron aquel tono plomizo de cielo.
Estaba allí, sin haberlo querido ni bsucado, frente al bar donde todo empezó. Imposible no recordar.
Recordaba que fue el primer gran detalle que había tenido con ella, el día en que él sacrificó el tiempo que no tenía... Y ahora que lo pensaba un instante, no sabía si también había sido el último.
Recordaba aquella mesa de billar en donde perdió por un intento de ganar mucho más, mientras aquellos rizo negros caían sobre la frente de él y su mirada, misteriosa y penetrante, hizo le hizo diana en el centro del alma.
La mano de él, fingiendo descuido, recorrió la frontera de su cintura pero sin visado. Ella le regaló una de aquellas sonrisas sinceras y algo nerviosa. Había magia, de eso estaba segura. Al menos, la hubo aquella noche.
Acabaron en el coche de él, comiéndose a besos como dos adolescentes en plena esfervescencia hormonal y, en cada uno de ellos, ella recuperaba la fe y él agradecía al destino.
Llovía. No llevaba paraguas e iba cargada de bolsas. Ya no recordaba la prisa.
Se sentó en el borde de un escaparate. Había cierta esperanza imposible de que, a él, le diera por pasar por allí en ese preciso instante.
Llovía y aquel bar en donde todo empezó, la transportó a lugares más oscuros. A aquel final sin punto y aparte. A aquella sala vacía de hospital. A sus dedos, siempre fríos, acariciando un surco de la sábana a falta de espalda que explorar. Aquella espera sin esperanza y aquella llamada que no sucedió. Aquella montaña de preguntas sin respuesta que la ahogaba en el mar de las dudas. A no saber si aquello era orgullo o falta de interés.
Llovía. No llevaba paraguas. Las bolsas pesaban.
Se levantó como alma en pena, con los bolsillos cargados de abrazos sin dar, de palabras convertidas en silencioso aliento. Caminó hasta aquella plaza y se paró frente a su casa. Recordó las veces que estuvieron juntos allí, y también todos los días que no estuvieron. Solo quería tener la certeza de que, aunque pasado, no fue tiempo perdido. Solo quería mirar a aquellos ojos castaños, bajo los rizos negros, y comprobar si seguían prendiendo llama. Solo quería apagar sus dudas y poder dormir tranquila.
Llovía. Estaba empapada y no llevaba parguas.
Sacó el teléfono de su bolsillo, sujentando las bolsas con la otra mano. Buscó su número como quien explora en pos del santo grial. Miró la pantalla del móvil con su nombre y su foto. Se le hizo un nudo en la garganta.
Unos niños que corrían, no hubiera podido jurar si lloraba o era la lluvia.
Suspiró. Guardó el teléfono en el bolsillo contrario, mientras se decía: "muchacha estúpida, recoge tus preguntas, esa llamada le corresponde a él".
Y con los ojos plomizos, la sonrisa desdibujada, cargada de bolsas, empada de lluvia, con un saco de dudas por resolver y unos ojos a los que no poder mirar, se fue alejando por aquella calle, manteniendo la esperanza perdida de que el azar, el destino o su llamada les cruzase algún día.