"Tu quoque, Brute, fili mi?"
(¿Tú también, Bruto, hijo mío?)
La conspiración había tocado casi el fin. Cayo Julio César, acorralado, vio alzar el puñal que segaría su vida.
Vio un puño cerrado en torno a él. Con inapacible quietud miró a los ojos de su verdugo. Pupilas diabólicas encharcadas de ira, ¿Qué espíritu maligno las había poseído?... Aquél, al que durante tanto tiempo había considerado un hijo, un hermano, un amigo... El mejor de todos y ahora venía a darle muerte de forma ignominiosa.
Los ojos de los dos se cruzaron unos instantes. Bruto bajó su puño, con fuerza sádica, hendiendo, en el estómago de su mentor, el fruto de una conjura largamente gestada. Brotó la sangre roja de la herida abierta, mientras el asesino permanecía de pie, como falso titán de la avaricia que le llevó a tal extremo.
Julio César sintió el más profundo y cruel de los dolores... El más ácido y amargo de todos... No fue el de la hoja que le quitaba la vida en cada gota de sangre derramada, sino el de la traición de un buen amigo.
Pronunció en apenas un susurro: "Tu quoque, Brute, fili mi?". A pesar de ver el puñal, de aquellos ojos encendidos de codicia y haber sido testigo de su propio asesinato, durante unos instantes, creyó que era falsa ilusión imaginada. Una prueba de fe de los Dioses. Pero la realidad siempre golpea con impía fuerza. Lo miró una última vez, sintiéndose culpable de haber sido capaz de arriesgar hasta su propia vida por aquel que ahora le quitaba la suya.
Después, cerró los ojos y tapó su rostro con una manta tratando de morir dignamente, a pesar de todo.