Lo eran todo.
Fueron FUEGO. Aquella admiración mutua, aquel amor que se profesaban más allá de lo carnal y mundano, más allá del Parnaso de los poetas, más allá de cualquier definición que pueda encerrarse en unas letras. Y ardían en la hoguera de un abrazo de verdad, de ésos que te acarician el corazón y que se comunican en el idioma del alma. Ardían en solitario cuando sus ojos no se hallaban, sus manos no se tocaban y sus pasos no se cruzaban. Hasta que se volvían a ver y se incendiaba el aire y los espíritus primigenios bailaban sobre las brasas. Y sus ojos prendían llama. Un fuego que era acogedor como el hogar o pura devastación. Y, cuando se unían, cuando daban los mismos pasos en la misma dirección, no había lanza de poderoso ejército que contenerles pudiera. Eran uno. Latían al tiempo y el mundo se arrodillaba a sus pies. El mismo mundo que se tornaba Infierno cuando Dante no tocaba el violín y el tiempo no era un buen aliado.
Fueron AIRE. Aire fresco de primavera que renueva con risas verdaderas, de ésas que duelen. De esas que se graban. De ésas inusuales. De ésas que, cuando faltan, se echan de menos a manos llenas y saben a despensa vacía de lunes. Y, cuando a una de las partes, se le quebraban las alas, la otra parte buscaba siempre el modo de repararlas o forjar unas más grandes y fuertes. ¿De que valdría el aire si no fuera para volar? Y cuando Eolo se callaba, los dos se soplaban las velas a pulmón; viviendo cada uno su vida, pero amando sus sueños, alimentándose mutuamente. Pero, otras veces, el cielo amenazaba tempestad y el choque era tal que no se conocía ciclón peor, y las ruinas llegaban y la calma no aparecía hasta ver cenizas grises de corazones rotos. Pero siempre volvían. Se buscaban. Es una de las características del aire: Es indivisible.
Fueron TIERRA. Siempre había un lugar al que regresar. Una tierra prometida por conquistar. Cuando se apagaban todos los faros y la oscuridad cegaba a uno de los dos, el otro prendía la almenara indicando tierra a la vista. No había mejor brújula que aquel abrazo. Y, si las dos partes naufragaban, el primero que encontraba tierra rescataba al otro de su propio temporal. Siempre había un lugar que era principio y fin. La arena bajo el asfalto de la playa que conquistaron. Aquel mundo construído para ellos, en dónde no existía más distancia que la que se recorría, nunca la que separaba.
Y quizá por eso, porque lo habían sido todo. Una parte intentó dilatar el tiempo, extenderlo, alargarlo, jugarlo en su favor, pisotearlo, recomponerlo y volverlo a pisar, mientras la otra parte permanecía inmóvil. Como estátua de gesto pétreo que, con su sola sombra, causa terror. Y buscó el fuego, pero eran las cenizas. Y buscó el aire, pero era la calma absoluta. Y buscó la tierra, pero solo halló el mar. Y gritó en silencio y a pleno pulmón. Y lloró. Y rió histriónicamente. Y se mintió en la mentira de una realidad cada vez más tirana. Y trato de abrazar a aquel pequeño recuerdo... El único que conservaba con color, que no había perdido su brillo. Pero fue AGUA. Y, por mucho que quiso retenerlo, agarrarlo fuertemente... Estrujarlo por negarse a perderlo, se le escapó entre los dedos congelándole la mano. Hasta la última gota que vió difuminarse con tristeza agónica. Ya no habían preguntas, y todas las respuestas se habían fundido en una sola.
Realmente, no eran nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario