Lo miraba y el ansia palpitaba en sus vena, acelerando la resiración de la urgencia. La miraba y sus sentidos ardían de ganas.
¿Dónde se habían escondido todo este tiempo? ¿Qué caprichosa causalidad los había cruzado en aquel momento?
Se reían juntos y, en cada carcajada, sentía sus manos aferradas a su cintura. Para que no se fuera o para hacerla real. Pero no la soltaba, ni ella quería perder el amarre de sus dedos.
La sujetó de la nuca con suavidad y una chispa eléctrica recorrió cada uno de los poros de su piel. Se inclinó sobre ella y pudo sentir la humedad cálidad de su boca casi al alcance de sus labios. Se había caído dentro de sus ojos y pudo acariciar su alma.
Llovía. Se empapaban a cada segundo. Sin embargo, no había nada más importante que aquel beso en el que habían puesto el alma. Sus lenguas se batieron en duelo. Una danza creada por y para ellos. Seguía lloviendo y cada portal era testigo de aquel incontrolable impulso de tenerse piel contra piel.
En su casa, con locura adolescente, despojaron de la ropa empapada, aprentando sus desnudos y húmedos cuerpos. No sentían el frío, pues dentro de sus ojos residía su paraíso en llamas. Su danza de fuego. Su baile entre las sábanas.
Todos los volcanes del mundo entraron en erupción en el último arqueo de su espalda, un instante antes de caer rendida sobre su pecho.
Los dos supieron, sin necesidad de aderezo de palabrasa, que aquella no había sido una noche más. El dibujó un corazón sobre la piel desnuda de su espalda y ella llevó impreso aquel tatuaje invisible que no borró ni el impío paso del tiempo.
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