Se despertó, sobresaltada, creyendo realidad lo que sólo había sido un vívido sueño. Un recuerdo en forma onírica. Una curiosa forma de rearfirmar por qué, ahora, era como era.
Compuso esa sonrisa cínica con la que se reía de sí misma.
Aquel sueño la había transportado años atrás, como si viajar a través del tiempo, fuera cosa de niños... Habían caído demasiadas lluvias y florecido otras tantas primaveras, como para recordarlo con aquella cantidad de detalle.
No sabía demasiado bien como él había consegiodo adueñarse de su corazón cerrado "a cal y canto" y no estaba dispuesta a dejar pasar aquel tren sentada en la estación del "¿Y si...?". Se habían mandado cientos de mensajes, pero no bastaba. Habían hablado durante horas, pero nunca fue suficiente. Así que decidió quemar los kilómetros que los separaban para buscar aquello que había ansiado desde la primera noche que lo conoció. Calmar o avivar aquel nido de furiosas mariposas que le rugían en la boca del estómago cada vez que pensaba en él, que era la mayor parte del tiempo.
Había fantaseado mil veces con aquel primer encuentro, hasta encontrar la perfección del momento en una realidad inventada en su cabeza. Se verían. El abriría los brazos y ella se agarraría con fuerza a aquella tabla de salvación. Se mirarían a los ojos con el deseo contenido de tantas horas siendo el uno y la otra, en lugar de nosotros. Y sus labios se unirían en ese primer beso, repleto de pasión y ternura, como dos enamorados queriendo parar el tiempo entre el lazo de sus manos.
Pero la realidad le abofeteó tres veces aquella noche, recordándole que los cuentos de hadas solo son eso... Cuentos. Con mentiras sin alas de hada.
La primera bofetada. Se rió de su ropa. Debió de ser una broma, pero ella notó como se replegaba sobre sí misma hasta sentirse tan pequeñita que estuvo apunto de la extinción. El abrazo y el beso vino después, para aliviar aquella primera herida abierta.
Segunda bofetada. El tocaba en un grupo y ella quiso asistir a aquel concierto. Pero estuvo muy lejos de ser la "Dancing Queen". Lo justificó en silencio, mintiéndose a sí misma, diciéndose que era su noche y que, aquello, era solo producto del momento; que, después, en la intimidad, él le diría todas aquellas cosas que guardaba en su teléfono y que, aquella noche, leía de tanto en tanto para recordarse que hacía allí en dónde el aire le sabía a cianuro. Lo cierto es que se sintió terriblemente sola, en una esquina, observando como el mundo giraba de espaldas a ella. Como él reía con sus amigos sin apenas dirigirle una sonrisa. La cerveza no aliviaba la tristeza. Ella también sonreía, pero al vacío de la nada, sin motivo que sostuviese aquella fingida inflexión de los labios. Le dedicó una canción, pero se la había pedido, así que jamás supo si era obligación o devoción. Mientras escuchaba crujir su corazón, agrietándose cada pesado segundo de aquella interminable noche. Se sentó, sola. Mirando a su alrededor. Sin saber muy bien que hacía allí. Sin poder ir a otro lugar. Salió a la puerta. El ni siquiera notó su ausencia. Llamó a un amigo. Necesitaba escuchar una voz conocida, sentir el cariño de alguien, en aquellos oídos ateridos de frío. Lloró. Solo la noche y su amigo fueron testigos de aquella injustificada tristeza. Lloró más. Colgó el teléfono. Borró el rastro salado de sus mejillas con la manga de su cazadora. Volvió a ponerse aquella máscara de alegría, antes de entrar de nuevo al Pub de la mala suerte, en el que él cantaba rock y ella ahogaba su tristeza en un vaso de cerveza caliente.
Tercera bofetada. Por fin, él y ella cara a cara, en un nudo de dos cuerpos desnudos bajo las sábanas. Jugando a amarse. Violentando la calma. Resurgiendo mariposas entre sus dedos, acariciándo con sus alas la espalda desnuda de aquel hombre. Todo era casi perfecto hasta que... Morpheo la traicionó y él cayó dormido, momentos después de iniciarse aquella batalla cuerpo a cuerpo. No dijo nada. Se recostó, de espaldas a él, agazapada como en el vientre de una madre, buscando un lugar seguro ante la temible caída por el precipició del borde del colchón. Volvió a llorar en aquella Soledad acompañada. Empapó las sábanas con lágrimas. No le importó. Se habrían secado antes del amanecer y él no lo sabría nunca.
También se hizo onírica realidad el momento de vuelta en aquel tren. Ya no lloraba. Sostenía una copa de vino mientras maldecía la realidad. Mirando como el paisaje se emborronaba reflejado en sus ojos tristes. Nunca debió de ir, así se hubiera ahorrado aquella vuelta cargada de musas y servilletas emborronadas con frases inconexas. Aquello dolería durante bastante tiempo. Se conocía, era un hecho. ¿Cómo borrar ahora las huellas de lo que ella sentía?
En ese punto se despertó, con esa pregunta aún latiendo en su red neuronal y esa sonrisa cínica. ¡Cuántas veces se había equivocado!
Cogió papel y lápiz y comenzó aquel encabezamiento dirigido a él. Quería herir el papel con las cicatrices que tanto le había conseguido cerrar. Quería explicarle que, una vez, sintió algo parecido al amor. Que lo perdonó. Que luego volvió a quererlo otra vez, de otro modo, pero con igual intensidad... Quería decirle tantas cosas que arrugó el papel con saña, arrojándolo a la papelera. El no había querido saber como se sentía. Así que el silencio le pareció mejor opción que aquella carta sin acabar.
Volvió a sonreír, con menos cinismo, con más ironía. Es curioso como el indómito mundo de los sueños es capaz de hacerte revivir recuerdos sumergidos en el lodo más intenso.
Comenzaba un nuevo día con los primeros rayos de sol. Sonrió, por fin, de verdad. Aunque sin compartirlo con él.
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