Sus manos entrelazadas, anudadas a las sábanas, en tensión hecha deseo. Sus bocas se buscaban con la locura de un náufrago por encontrar playa que le asegure la vida. Sus lenguas mantenían una lasciva lucha de poder y sometimiento. Las caderas de ella, acompañadas de las de él, bailaban la danza prohibida de la pasión furtiva. Sus senos, frutos en su punto perfecto de maduración, caían sobre su boca, intermitentemente, saboreándolas durante efímeros instantes, acrecentando el deseo cada vez que le eran negadas. Ella arqueó bruscamente su espalda al sentirlo dentro de ella. Jadeaba como si le hubieran arrancado todo el aire. El no podía dejar de mirarla. Ella reía iluminando la penumbra de aquel cuarto.
Dos a dos. Piel contra piel. Labio con labio. Jugando a dos locos a los que no les queda un mañana.
Entonces... Un rayo de sol aguijoneó sus párpados. Miró la mesa. Tal y como había pedido en recepción la noche anterior, su desayuno estaba a la hora prevista. Miró el reloj. Mojó sus ganas en el café y se comió lentamente una magdalena. Desnuda, pero sola.
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