Esta es la historia de dos personas poco comunes, que se cruzaron en la línea que va de lo cotidiano a lo extraordinario, y cuenta la leyenda que, al final de los finales, ni las estrellas de mar pudieron contener su llanto.
Es una de esas historias en que los nombres son solo palabras que no definen, ni existe diccionario que contenga ni un solo término con el significado perfecto. Así que pongamos que él se llamaba Alfonso y era un marinero en tierra firme. Ella bien podía llamarse Luna, una sirena que prendía en llama todos los faros.
Alfonso la observaba antes de que Luna lo supiera. Admiraba su libertad, dibujando piruetas vestidas de saltos que querían volar. Sabía donde encontrarla y la buscaba. Más nunca decía nada, pues una cruz invisible sellaba sus labios.
Pero un día, Luna se cayó en el oceano de sus ojos y él vió las hogueras en los iris negros de la sirena. Las chispas que electrizaban el aire, creaban castillos artificiales, a medida, en un mundo de dos. La sirena llenó su vida de olas que le impulsaban, irremediablemente, a navegar las aguas que ansiaba pero a las que también temía. Le cogía fuertemente su mano y se zamullían juntos en donde las palabras no eran más que un aderezo de la felicidad que brotaba en cada poro, erizando la piel del alma de los dos.
Pero el mundo no es perfecto, la realidad es traicionera, querer no siempre es suficiente, los sentimientos desbocados acuchillan corazones y las peores tormentas no son siempre las que vienen de los cielos. La negrura todo se lo tragó.
Luna ya no hacía piruetas en el aire, sino que trataba de aferrarse a cualquier tronco que no la succionase a las profundidades del abismo. Alfonso ya no reinaba mundos perdidos, ni buscaba alas para volar junto a la sirena, solo trataba de resistir el huracán que todo lo devastaba.
Se separon tantas veces... Siempre el mismo vacío cargado de nostalgia. La sirena soñando con los oceanos de sus ojos, Alfonso deseando ver las estrellas dentro de su abrazo... Por eso, siempre volvían. Cada vez más rotos. Cada vez, más hechos jirones. Cada vez más cenizas. Pero siempre volvían. El siempre con miedo a decir de más y ella aterrada a soñar de menos.
Luego todo pasó. El tiempo también. Luna volvió a hacer piruetas en el aire queriendo volar, aunque con cuidado de no acercarse a aquellas rocas, no por falta de valor, sino por exceso de respeto. Alfonso no volvió a construir naves y se levantaba malhumorado si Luna aparecía, a traición, de la mano de Morpheo.
Y así es como se hicieron adictos a un silencio que jamás les había pertenecido. Ni este es final digno para una historia de sineras y marineros. Pero fue real.
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