lunes, 10 de julio de 2017

Fortaleza de Zafiro


Aún quedaba un largo trecho, aunque podía contemplar, al fondo, la magnificencia de aquella fortaleza. El lugar al que le habían dicho en Ciudad Esmeralda que debeía dirigirse.

Era imponente, a la vez que escondía las maravillas que ansiaba. El camino prometía ser un desafío, algo a lo que estaba acostumbrada.

Katrhina saltó de su caballo negro, con agilidad felina y gesto contrariado. El puente que tenía delante no parecía demasiado seguro. Miró de soslayo a su ejército. A ese pequeño batallón que continuba a su lado, ondeando la lealtad con orgullo. Los caballos no pasarían por allí, era una temeridad correr el riesgo, pero sin monta tardarían mucho más.

Estaba tan absorta calculando las posibilidades, evaluando el terreno, que no vio al extraño caballero que apareció ante ella. El huargo, que caminaba siempre a su siniestra, gruñó al tiempo que tornaba en tormenta sus ojos grises. Ese conocido sonido fue lo que la devolvió a la realidad. Sonrió al animal en gesto tranquilizador. Después se irguió, con su brillante armadura y la diestra en el pomo de la espada, mirando con fuego en sus pupilas al que su rostro cubría con un negro yelmo, y una capa del mismo color tapaba la mitad de su endrina armadura.

Lo miró altiva. Detrás, su escuadra, también estaba de pie y lista. El huargo caminaba delante de ella, de un lado a otro, marcando la distancia entre el desconocido y Katrhina.

  - ¿Qué es eso?.- Inquirió profunda y metálica voz, señalando con el índice, la bolsa de cuero que Kat llevaba a su espalda.
  - ¿Quién lo pregunta?
  - El Guardian del Puente del Sacrificio, vasallo del Señor Zafiro, dueño y señor de estas tierras... Deberías ser más educada cuando estéis de invitada, my Lady.- Hubiera jurado que existía algo de ironía y divertimento, bien camuflado por el eco del metal.
  - Son piedras.- Replicó la mujer.
  - ¿Piedras? ¿Es vuestra arma una pueril honda?

Katrhina se molestó. El huargo se puso en guardía. El ejército cerró filas. Respiró hondo antes de que la pasión le hiciese contestar con el merecido desdén:

  - Sí, piedras. De diferentes colores, tamaños, textura y formas. Piedras.
  - ¿Quién viaja con una mochila de piedras?
  - Yo. ¿Queréis algo más, mi señor?
  - Creo que no podrás pasar por este carcomido puente, sin perder a toda vuestra guarnición de fieles amigos.- Aseveró el guerrero.

Katrhina susurró unas palabras en arcano idioma. Los ojos del huargo relucían como la espada del guerrero. Las nubes se descubrieron, sus cabellos rojos se incendiaron al contacto.

  - ¿Pretendéis amedrentarme con un truco de magia, mi señora?.- Katrhina no respondió.- Solo os digo que el puente no va a ser capaz de soportar todo el peso. Creedme, mi señora, no estoy aquí para batallar con vos... Los peligros, si los hay, los encontraréis al otro lado.
  - No serán peores peligros que los ya pasados, ni son de mucha ayuda vuestras observaciones...- Aguijoneó Katrhina con el arma de la palabra.
  - Debéis dejar la mochila de piedras.
  - ¡No!.- Exclamó.
  - Son solo piedras...
  - Pero son mis piedras...
  - Pero os impiden el paso. O vuestras piedras o vuestros compañeros de viaje. Debéis de elegir, mi señora.
  - No hay elección posible.

Todos la miraban sin entender. Incluso el huargo elevó las orejas.

  - Cada piedra es una cicatriz. Algunas, aún son heridas abiertas. Forman parte de mi historia. Dejar las piedras es renunciar a la memoria.
  - Dejar las piedras es no aferrarse. Es admitir las cicatrices como parte de una historia indeleble. Es curar las heridas, sin olvidar la caída que las provocó. Tu historia es tu camino, la senda escogida y hasta las risas y las lágrimas. No renuncies a tu memoria, abraza al futuro, sin un pasado que te lastre.

Sonó un silencio eterno.

  - Hay piedras que no quieron perder. Que quiero seguir llevando. Que no quiero dejar aquí, por el resto de los tiempos.
  - Pero son piedras y lastran y te impiden el vuelo alto y sesgan tu perspectiva y no te van a devolver lo que nunca fue... Pero sobre todo, son piedras y, como piedras que son, te hacen sangrar.

Sonó un silencio de tres días. Solo roto por el grito de las pesadillas, que solo ella podía escuchar. Sus compañeros esperaron pacientes. El huargo gris parecía marmórea estatua.

A la cuarta luna, se descolgó la bolsa. La lanzó por el acantilado y volvió a subir a su caballo de un salto. El puente se volvió piedra. El caballero se diluyó en el aire y, aún con el sabor de la nostalgia por lo perdido, cabalgó hacia adelante.

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