sábado, 16 de enero de 2016

La niña y el muchacho

La niña, de ondulados cabellos castaños y ojos vivarachos, agazapada detrás de aquella verja de madera, como cada tarde a la caída del sol, veía a aquellos dos muchachos que se sentaban, muy juntos, en el banco frente al acantilado, dónde la ola rompía la roca.

Los miraba. No había motivo. Simplemente sentía curiosidad. Aquella extraña rutina... El muchacho acariciaba el pelo de ella o lo ponía en su sitio cuando lo arremolinaba el viento de la tarde. Ella apoyaba la cabeza en su hombro. Los dos reían. Le gustaba aquella risa. Cerraba los ojos para oírla mejor. Era una risa conjunta. Como una música bonita, pero sin instrumentos. Solo risas.

Jutaban sus labios y permanecían mucho tiempo en silencio. Se miraban a los ojos. Juntaban sus labios. Se volvían a mirar... La niña se escondía mejor, como si fueran a verla los azarosos jóvenes.

Después, cuando el sol había dejado paso a la corona de la noche y, aunque ya brillaban los pimeros luceros, pero aún quedaba luz en el horizonte, los dos muchachos se iban. Cogidos de la mano. Riendo juntos. Ella apoyaba la cabeza en el brazo de él. El le acariciaba el pelo y ponía mechones en su lugar.

Después la niña se iba a casa.

Aquella tarde, la niña, hizo un mohín. Algo no funcionaba bien. No sabía muy bien que era, pero ya no se oían risas. El muchacho había aparecido solo. Se sentó en el banco, mirando al mar. Cayó la noche. Se levantó y se fue. No hubo risas.

Y así al día siguiente. Y al siguiente también. Y el tercero algo volvió a cambiar... El muchacho vino solo. Se sentó. Miró el mar durante horas. Ella no estaba por ningún lado. Pero, al reinar la luna, se oyó un incontenible llanto que partió el cielo en dos. A la niña se le llenaron los ojos de lágrimas también, como si la onda expansiva de aquel desgarrador dolor la hubiera alcanzado. No sabia cómo se había hecho daño aquel muchacho.

La niña se fue a casa. No pudo dormir. Pensaba en el dolor del muchacho.

Al día siguiente, cuando el chico, lánguido y con las ojeras del que malduerme, la esperanza que se niega a morir y es descarnada por la certeza de que, aquella tarde, ella tampoco vendría, por mucho que él la esperase. Justo antes de sentarse, la vio. A aquella menuda niña de cabellos chocolate haciendo hondas y aquellos inteligentes ojos clavados en él, con una sonrisa abierta y una bolsa de papel en la mano, agitándola al aire gesticulando para que la cogiese, el chico levantó una ceja ante la inesperada sorpresa:

- Para ti.- Aseguró la niña sonriendo más.
- ¿Para mi?.- Preguntó con desgana, tratando de que no se le quebrase la voz.- ¿Y por qué me haces un regalo?.
- Porque te has hecho daño.
- ¿Por qué crees que me he hecho daño?
- Porque lloras.- El chico enmudeció, la niña contestó resuelta,- Y cuando yo lloro, mi abuela, siempre me regala algo, me besa en la frente y me dice que al día siguiente estaré bien. Y, al día siguiente, lo estoy. Y cómo no se cómo te has hecho daño, ni cuanto te duele, pues te he traído un montón de cosas.- Acabó la niña zarandeando la bolsa de nuevo.

El muchacho se sentó y abrió la bolsa con cuidado. Miró dentro:

- Aquí no hay nada.- Concluyó tiernamente.
- ¿Cómo que no?.- Contestó indignada la niña, con ese gesto de absoluta justicia reclamando lo evidente, esa aplastante lógica que solo puede darte la inocencia, le arrebató con furia la bolsa y comenzó a fingir que sacaba cosas mientras las iba nombrando.- Esto es un pedacito de mar, por si no puedes venir, que lo lleves siempre; un frasco de viento del norte, los vientos secos son buenos para el reuma; esto es una puesta de sol, siempre conviene que haya una; esto es una estrella, pero no cualquier estrella, sino la estrella Polar... mi papá dice que si me pierdo sola en el bosque, busque esa estrella y me llevará a casa... aunque, no se muy bien para que más puede valer y aquí no hay un bosque cerca; esto es un abrazo, los abrazos de verdad, estrujando mucho, hacen sentir muy bien; esto es un beso en la frente, para que si lloras otra vez, tengas uno cerca; esto es la cola de un dragón... porque me gustan a mi; eso es polvo de hada, si te los echas en las alas, vuelas... Sí, calla, ya se que ibas a decirme, listo... Por eso traje también unas alas, para que puedas volar cuan alto quieras y sentirte libre de ir a cualquier lugar...

Y el muchacho pasó el tiempo allí, escuchando todos los regalos de la niña porque, aunque fueran invisibles, le había hecho uno de incalculable valor: Recodarle cuan necesarias y valiosas son las pequeñas cosas.

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