Después de aquel No, de aquellos ojos muertos causados por ella... En plena tempestuosa batalla, llegó la más hiriente de las calmas.
Una calma silenciosa e insípida. Un velo que caía de sus ojos y le mostraba, impío, la realidad. Estaba sola, como la amapola marchita en un campo de espinas de trigo... Como el vagón oxidado en vía muerta... Rodeada de gente, pero sola.
Ángela no recordaba esta parte. Fueron mil acontecimientos que le estamparon la copa de crudeza de la que Martín siempre la había intentado proteger. Solo que Martín no estaba y, a ella, poco le importaba ya nada. Sabe que se vieron. Sabe que el corazón ya no le bailaba en la presencia de nadie. Que ningunos ojos hacían brillar los suyos. Que la más desgarradora y secreta tristeza le emanaba en cada poro de su ajada piel. Sabe que se besaron y que ese sería el último porque no se quedó. Se fue y ella ya no podía pedirle nada. Nada puedes pedir a quien te ha dado y perdido todo.
Ángela murió dos veces. La segunda fue aquel día, que buscando no se qué en su ordenador, escondida, descubrió una nota que Martín le había escrito dos meses atrás, en una necesidad de expresarse cuando no era escuchado. La leyó como quien lee la esquela del ser más querido. Con el corazón en la garganta y un alma atrapada en un puño. Con unas alas rotas y chamuscadas por el sol. Con una nostalgia insoportable. Masticó cada palabra, la tragó como una píldora que no cura. Supo de sus lágrimas, de su dolor, de su vergüenza, de su corazón roto, de no haber seguido los consejos que le daban sus amigos simplemente porque la amaba... Supo, por segunda vez, que era una asesina. Martín respiraba, pero ya no era el mismo. Ni siquiera hubiera apostado a que se recuperaría en el futuro.
La leyó una y otra vez, en distintas entonaciones, con lágrimas, y con la voz yerma, y con el timbre ronco, la tocó con las manos, la borró y no se borraba... La leyó, pero tarde. "¡Maldito destino! ¡Maldita ceguera! ¡Maldita yo!", dijo antes de esconder su cara entre las manos y llorar hasta quedarse seca. Llorar durante horas y que el agua no lavase ninguna herida.
Apeló a Dios, siendo atea, y a los astros y a las fuerzas en las que no creía y al destino y a las divinidades antiguas y a la tierra y a la mar... Solo le devolvieron un condenatorio silencio.
Volvió a las telarañas inertes de su cama. A contar los minutos que quedaban para la siguiente hora, no esperando nada más allá que el propio paso del tiempo. Volvió al teléfono que sonaba, la sobresaltaba y la posterior decepción al descubrir que nunca era él. Recargaba su e-mail cada tres minutos, aunque sabía que aquellas palabras nunca llegarían.
Hoy en día no recuerda si le envió mensajes, no cuenta cuantas veces suplicó o pidió perdón. Era incapaz de recordar aquellos días con la preclaridad que recordaba el resto de tan hermosa historia.
Todas las tempestades cesaron. No había guerra que luchar o enemigo al que combatir. Solo unos días grises y opacos. Unos ojos secos y desdibujados y una línea recta en sus labios. Ya no habia risas, ni días de Vino y Rosas. Ya no se hacían promesas de futuro y los te quiero se refugiaron en tierras más seguras, más lejanas, menos hostiles.
Cuando volvía a casa, durante dos escasos segundos, la esperanza latía en su pecho creyendo que él estaría allí, la perdonaría, la brazaría, la besaría y serían felices para siempre. Quería el cuento de hadas sin ser Maléfica. Quería su final felíz, pero con él, solo con él.
Salía de casa, junto a su mejor amiga y guardiana de sus más íntimos secretos, y recorría los bares que los habían visto acariciarse como dos adolescentes. Siempre orquestando un encuentro en su mente y la excusa que le pondría para crear casualidad dónde solo existía causalidad. De vez en cuando, veía algún amigo de Martín que pasaba a su lado fingiendo no conocerla. Ella agachaba la cabeza, culpable y avergonzada. Pero seguía buscándole. Por otros sitios, por los mismos sitios, a diferentes horas... Y Martín no estaba. A veces, cuando la ansiedad apretaba y un beso de cicuta se contenía en sus labios, se sentaba en el portal de su casa y esperaba. De vez en cuando, entraba algún vecino, nunca Martín.
Y pasaron los días... Y no se perdonó.
Y pasaron varios meses... Y su perdón no llegaba. Y le contaba su historia a desconocidos en un bar, a cualquiera que la quisiese escuchar. El escarnio público no le bastaba como castigo y ni una sola palabra mala le traía el viento de aquel que motivos sobrados tenía. Así que ella se flagelaba con látigos de palabras, pero tampoco aliviaba aquella sensación, aquel odio hacia lo que se había convertido, aquella duda sobre quien realmente era... Y siempre, durante cada instante de todo aquel tiempo, la misma frase que jamás pudo olvidar, no por lo que decía, sino por lo que realmente callaba y que ella, aunque jamás lo admitió, vió dentro de sus ojos: "¡Ojalá le miraras a mi, como me miras a él!", y tras ella, las palabras de aquella nota. Un bucle continuo que Ángela alimentaba sin ningún pudor. Quería matarse. Respirar por obligación. Dejar de sentir. Ya no soportaba más aquel dolor sin pena ni gloria.
Escribió cartas que nunca le envió. Era su último y primer pensamiento. Era su guía y su vacío más insondable. Era la colección de recuerdos que repasaba. Todo se quedó sin sentido, él se lo llevó. Había confundido Elixir con veneno suave y ese fue, con diferencia, el mayor error de toda su vida. Si pudiera escucharla....
Prefería el odio y sabía bien que, a Martín, ya no le importaba nada que tuviera que ver con el mundo del que le había echado a patadas. Pero el odio no llegó. Solo aquel silencio que la estaba dejando sorda y sin perdón
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